Seguro que todos han visto aquella -o aquellas- películas de universitarios norteamericanos en la que, tras una noche de sexo en la residencia masculina, la joven para abandonarla debe pasar antes por un largo pasillo lleno de tarugos que vocean porque su colega ha mojado. El pasillo de la vergüenza.
En Caravaca de la Cruz existe, no un pasillo, sino un callejón de la vergüenza. La escena, en una película, hasta puede resultar entrañable: las viejecitas (y viejecitos) en una calle peatonal (y más bien olvidada por las autoridades) sacan sus sillas, con el asiento de esparto, a la puerta y se dedican tarde, noche y madrugada a dejar pasar las horas.
Todo muy como de cuando nuestros abuelos: frente a los pisos y las familias, cada una su isla, la convivencia en la calle. Claro, que ese pasar las horas en su mayor parte significa chismorrear... y del chismorreo al critiqueo no hay ni siquiera un paso.
Una madrugada, una tarde cualquiera, cómo va a ir la novia y el novio a besarse por las esquinas si se encuentran con el corro de vecinas (y vecinos... pero siendo más honesto que políticamente correcto predominan las vecinas desocupadas en una proporción de cinco a uno); o el marido y la mujer que abandonan la casa; o el que llevaba ayer y anteayer la misma ropa; o el que regresó mareadito...
Nostalgia, que entiendo, por una vida comunitaria, pero existió tal y como la pensamos. ¿No es en el fondo El hombre tranquilo una pesadilla? Y qué decir de Habla mudita o El cuervo.
Cada vez que paso por esa cravaqueña esquina de la vergüenza me siento como aquella universitaria (exagero) que, tras una noche de sexo -y no precisamente del bueno- se va pitándole los oídos de tanto estar su nombre en boca de todas.
Cinco viejecitas en sus sillas de madera, al fresco de la noche, con su punto de cruz, el hola y los adióses siempre en la boca... este verano han pasado de imagen entrañable a pesadillesca. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Por una supresión de esquinas de la vergüenza.
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