Rubén Castillo |
Joaquín, el protagonista de la novela La cueva de las profecías, se parece a usted o a mí cuando teníamos doce años: gafas, barriga, cargado de cachivaches tecnológicos y con poco apego al campo. Pero como en todas las familias hay una tía excéntrica y una visita a la Naturaleza que lo cambiará.
Es una novela para niños pero que los adultos leerán con placer y una sonrisa: chantaje emocional, príncipe destronado, mareos fingidos… Desde la hora de levantarse (qué es temprano en el campo y qué es temprano en la ciudad) hasta un corte y la sangre (imagen no tan común en la literatura juvenil políticamente correcta que, no hablando de ella, finge que no existe dolor o muerte) o el chorizo que ahora se llama pepperoni.
Los lectores adultos a veces nos movemos por coartadas culturales, toca Pynchon o Roth porque sí, sin embargo, ningún adolescente va a perder el tiempo con una novela para dárselas de enterado. Si la finaliza es porque le ha gustado: ni más ni menos. Y la novela de Rubén Castillo (Murcia, 1966) creo que entretendrá por igual a mayores y pequeños, a la vez que resalta lo importante de la familia, pero sin moralina, que siempre hace daño a la literatura.
Rubén Castillo ha publicado, entre otros, el libro de relatos Palabra en el tiempo (2002), Verdades parciales (2003), un recopilatorio de 87 artículos publicados en el diario La Verdad de Murcia, o la novela Las grietas del infierno. La cueva de las profecías ha sido ilustrado por la madrileña Mar del Valle.
—En la novela juega usted mucho con la anticipación. Adelanta algún dato de algo que sucederá posteriormente, ¿se consigue así mantener la atención del lector?
—Espero que sí. Es un procedimiento que suele ser muy eficaz, porque provoca extrañeza en los lectores y los incita a descubrir qué está pasando en la historia. El mundo del cine nos ha enseñado que el magnetismo de una narración aumenta cuando damos saltos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo; y los lectores están acostumbrados a ese ritmo. Me parece razonable aprovechar ese mecanismo.
—Un novelista puede ser capaz de imaginarse otras épocas, crear personajes... Sin embargo, ¿cómo puede volver a la infancia, escribir un libro que guste a los niños?
—Es una buena pregunta. Yo he querido contar una historia que gustase a los niños por el procedimiento de contar lo que a mí me hubiera gustado leer a esa edad. Yo fui lector precoz y recuerdo que me gustaban los libros que me proponían retos, misterios, enigmas. He querido jugar con esas cartas en esta novela.
—¿No teme que, comenzando la novela con un «Mi historia es increíble…», pone el listón excesivamente alto?
—Jajaja. Bueno, en realidad lo que estaba pretendiendo era picar la curiosidad de los lectores más jóvenes. Cuando se les dice a los niños y a los adolescentes que no hagan algo... lo que más les apetece es infringir esa orden. Si les reto con mi frase de que la historia es increíble, es posible que sientan el impulso de leerla para ver dónde está eso tan increíble. Lo malo será si luego se sienten defraudados...
—Usted ha escrito tanto novela juvenil como adulta, ¿qué lectores considera más exigentes?
—El adolescente se mueve en el terreno de los absolutos: sí o no. No hay medidas tintas. Pero me apetecía probar. Si me gustaran las cosas fáciles sólo tendría que seguir el camino que ya he trillado; y eso se me antoja demasiado fácil. Admiro más a los funambulistas que a los notarios.
—Utiliza un elemento, la cueva, que ha dado lugar a multitud de leyendas en España, ¿sigue existiendo en los niños esa fascinación por las cuevas, por la aventura en los niños de ciudad?
—Yo creo que sí. Este verano estuve invitado con mi mujer y mis hijos en una casa que tiene el cantante Miguel Bañón, de Los Marañones, en La Puebla de Don Fadrique. Y le aseguro que mis hijos se lo pasaron bomba cuando Miguel los metió en un viejo garaje que tenía una especie de pasadizo que comunicaba con otras estancias de la casa. Las telarañas, los muebles viejos y demás cosas que vieron en aquel viaje los dejó alucinados. Quizá sea algo de tipo freudiano, no lo sé. Pero todos los niños sienten una atracción especial por las cuevas. Casi un vértigo.
—En la presentación señala que escribió el libro para sus hijos María y Rubén. ¿Son ellos sus primeros lectores?
—Desde el punto de vista absoluto, mi primer lector fue mi hermano Armando, que sigue corrigiéndome los originales cuando se lo pido. Tiene un excelente ojo para descubrir mis fallos. Escribí esta novela para mis hijos y quería que ellos fueran los primeros lectores, pero me han dicho que tengo que esperar un poco: quieren acabar antes Matilda, que les estoy leyendo por las noches. Bueno, ser derrotado por Roald Dahl no es ningún deshonor, jajaja.
—En la contraportada se recomienda la lectura a partir de 11 años. ¿Cree que existen edades adecuadas para que los niños lean este o aquel libro?
—No, no lo creo. Pero es una etiqueta comercial que me parece razonable. Los responsables de la editorial quieren de esa forma orientar un poco al posible lector (o a sus padres o profesores): diciéndoles en qué edad entenderán mejor el libro los chavales les ayudan a situarse. No es ningún disparate. Lo que sí recomiendo encarecidamente a los padres (no olvide que soy profesor de literatura en un instituto) es que jamás, jamás, coarten a sus hijos a la hora de leer: si quieren probar con García Márquez o con Miguel Delibes a los 10 años, pues adelante. Hay niveles de maduración diferentes en los lectores, y eso hay que respetarlo.
—Con menciones como las que hace a El Resplandor, Klimt… ¿pretende que el niño amplíe su cultura o hacerlo más atractivo para los adultos que pueden entender referencias, como la clínica donde va la madre, que tal vez se le escapen al niño?
—Pues la verdad es que no lo había pensado, pero tenga en cuenta una cosa: los niños entienden más cosas de las que parece. Un chaval de 11 años que lea el nombre de Klimt y no sepa quién diablos es... acude a la Wikipedia. Y con lo de la clínica ocurre igual. Que nadie subestime a un lector de 1º de ESO. Se equivocaría gravemente.
—Al hilo de la pregunta anterior, ¿teme que en esta sociedad de la queja se produzca censura de libros infantiles y juveniles o de parte de ellos? Mark Twain, Salinger, C. S. Lewis… hasta Harry Potter han levantado las iras de una o más minorías.
—Los lectores son ya más fuertes que los censores: es un hecho estadístico. Si alguien tratara de censurar Harry Potter lo único que conseguiría es quedar en ridículo: seguiría circulando por docenas de miles de ejemplares.
—¿Qué opina de las adaptaciones de libros como un Mío Cid o El Quijote para niños?
—No me gusta ningún tipo de adaptación. Un niño no tiene por qué leer el Mío Cid con ocho años. Eso es una idiotez. En nuestro mundo nos hemos vuelto tan imbéciles que queremos que los niños lean El Quijote con diez años y que luego, cuando tengan treinta, vean los programas de cotilleo en la tele. Que alguien me lo explique.
—¿Qué le aportan a La Cueva de las Profecías las ilustraciones de Mar del Valle?
—Muchísimo. A mí me encantaron desde el primer momento. Creo que vuelven más concretos algunos episodios de la historia; y eso siempre es bueno con los lectores más jóvenes. La portada me parece excelente, y así se lo dije. Ha sido un placer trabajar con ella.
—¿Qué autores infantiles y juveniles prefiere?
—Buf, una auténtica legión. Necesitaría media hora enumerando. Pero si me deja quedarme con tres nombres diría que Jordi Sierra i Fabra, Care Santos y Marta Zafrilla.
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