("este deseo de poseerla es una herida
que me fastidia como una fierecilla
pero sé que poseerla es entonces no desearla") Nick Cave
- Hace mucho frío - comenté.
- Tienes razón. Deberíamos haber traído algo de más abrigo.
La miré fijamente. Ese gorro de "papá Noel" le sentaba muy bien. Me recordaba a las azafatas de Tele Cinco que veríamos en Nochevieja. Casi sin decirnos nada, nos acercamos a la puerta del Instituto, donde estaba ya todo el mundo. El griterío era impresionante, y yo sentía la necesidad de...
Acerqué mi cuerpo al suyo y le pregunté:
- ¿Está la botella fría?
- Sí, te lo he repetido mil veces.
Iba a explicarle que me gusta la sidra helada. En general, la bebida caliente me sienta fatal.
Ella besó a un chico, presentándomelo después. Yo estaba muy mal. Vi a una amiga que resultó ser sólo conocida. No la besé, pues quizá el gorila que la acompañaba se hubiera enfadado. Aunque sólo sus pestañas me gustaban.
Cantamos, gritamos y, por fin, paramos, cuando advertimos que ni así el frío se alejaba.
No corrió sangre entre nuestro curso y el otro. Los insultos, que este año se presumían más violentos, fueron iguales que el año pasado, aunque no tanto como los de aquel invierno del 93.
No, ninguna Navidad como aquella. Todavía añoro los pechos de Cristina, que estuvieron muy cerca cuando ya no significaban nada. Aquella carta que le envié ese año y que nunca le llegó...
Toñi hizo un gesto para que me acercara ; y yo, dócilmente, lo hice, con cuidado de no pisar el charco. No quería manchar sus piernas desnudas, que nunca serán de auténtica mujer.
- Estoy muy enfadada, ¿sabes los qué vamos?
- No me lo puedo imaginar... Espera a ver si adivino, puede ser...
- Sólo José, Patricia, tú y yo... Y, ¡claro !, Teresa quería traerse a sus amigas por lo que yo... Patricia también está de acuerdo, solamente los de la clase. ¿Vamos? - me gritó impaciente.
José miraba ansiosamente la botella y yo miraba a Patricia. No me gustaba, era la chica más aburrida que conocía. Con sus aires de fulana con clase y sus lamentos de perra sin dueño.
Necesitaba su cuerpo, pensaba si se evaporaría cuando la besara, y la duda y el tormento me hacían feliz en ese momento.
Empezó a llover débilmente, mojando los cabellos, pero cesó al instante. En el preciso momento en el que decidíamos suspender la fiesta.
Íbamos hablando animadamente. Teresa estaba un poco delante. Di gracias, aunque no suelo hacerlo, a que Patricia se dedicara a criticarla. Generalmente sólo me insulta a mí.
Abrimos la botella, con la correspondiente alegría de las chicas y el desdén del que ya está de vuelta de todo por parte de José ; y yo, que me apartaba del grupo, fui obligado a beber un primer trago. Alcé la botella y sentí como la sidra caía, mojándome la barbilla, al suelo. Escupí lo poco que bebí : estaba caliente. Al segundo me arrepentí de haberlo hecho, y pensé en pegarme un tiro, aunque la idea no estaba arraigada todavía en mi corazón.
- ¡Sí, yo también tengo corazón! - murmuré.
Jugamos a ver quién bebía el trago más largo. No recuerdo si fui el último, lo único seguro es que no gané. Patricia iba a hacer un desnudo cuando sonó la bocina de un auto viejo. El padre de Toñi bajo de él y le dio dinero. Metí la mano en mi bolsillo y el calor que cosquilleaba mi cuerpo desapareció. Pedí, por favor, que continuara desnudándose. Pero me ignoró y nos llevó al bar de la esquina.
Tomamos unas cervezas. Cuando estaba dispuesto a recitar a Garcilaso, una chavala me besó y me susurró:
- ¿Tienes fuego?
- Sí - respondí -, en el corazón.
Entré al aseo y dejé que el agua refrescara mi cabeza. A la vuelta descubrí que Patricia y Teresa eran de nuevo amigas y que toda mi clase había quedado a las cuatro de la tarde a tomar café. Las mandé a la mierda lo más diplomáticamente que pude y me largué a emborracharme. No entendía a las mujeres, pero me consoló encontrar a un chaval llorando sin consuelo, enamorado del cartel publicitario de una modelo de lencería.
Entré en un pub vacío. Era ideal para mí. Tomé un vaso de ginebra con limón. La ginebra me sienta fatal por las mañanas. Tarareé una canción que no existía mientras escribía cartas de amor a una princesa en una servilleta. La puerta se abrió y entró una mujer.
- Siéntate - le dije derribando la silla que le mostraba -. ¿Eres feliz? - pregunté.
Me contó su desdichada historia con dos marineros rusos y...
- ¿Por qué rusos? - interrumpí, ya completamente borracho.
- No sé, creo que queda mejor. Al principio contaba que eran finlandeses, pero todo el mundo preguntaba dónde estaba Rumania.
- Yo también conozco a un ruso.
- ¿Es marinero?
- No, se llama Dostoyevski, y estaba más loco que... ¿Conoces a Roberto?
- ¡Claro!
- Pues está más loco que Roberto.
- ¿Está?
- Sí, todavía vive... Aquí - dije señalando mi cabeza.
Prosiguió su historia, donde uno de los marineros conocía todas las posturas del Kamasutra.
- ¿Y las practicaba todas?
- Por lo que yo entendí, sí.
Yo estaba asombrado, por lo tanto escuché su historia, aunque turbado tuve que beber repetidas veces y, finalmente, cerré los ojos.
- ¿Hacemos el amor? - preguntó.
- ¿Ahora?
- Por supuesto.
- ¿Dónde podemos? - dije mirando a mi alrededor, en busca del mejor sitio.
- Aquí mismo, el camarero se ha marchado.
En efecto, el camarero ya no estaba.
Encima de la mesa apreté sus muslos con desenfreno contra los míos. De repente, todo desapareció: su cuerpo, el bar y hasta el vaso de ginebra, y yo vomitaba en el cuarto de baño de mi casa.
Esa tarde, sobre las tres, con resaca me acerqué a casa de Luis. Por el camino nos tropezamos con Verónica. Los tres juntos fuimos a casa de Miguel. Todos reían y yo lloraba, ellos callaban y yo también. Yo soñaba y ellos solamente pensaban.
Salí de casa de mi amigo y encontré a mi clase.
- ¿Vienes? - me preguntó Patricia.
- No.
Vi a la misteriosa compañera del bar. Nuestras miradas se cruzaron y las múltiples preguntas de Patricia carecieron de sentido.
- ¿Me quieres? - preguntó la amante del marinero ruso.
- Sabes que no.
- ¡Bésame!
Me acerqué y la besé con fuerza.
- No puede ser que me beses tan bien y que no me quieras - dijo melosa -. Ni siquiera un poquito.
Aburrido la dejé hablando con Patricia sobre quién folla mejor, si los rusos o los españoles del norte. No terminé de escuchar la conversación. Pasaba por la puerta de casa de Miguel y lo vi asomado a la ventana hablando con Verónica.
- Parece que se divierten - observé asqueado.
Anduve hasta que llegué al puente y, cuando estuve allí, no tenía nada que hacer por lo que volví. Esa noche sonó el teléfono, pero no lo cogí. En la televisión daban "Casablanca" : soñé por última vez. Cargué una bala en la pistola de mi padre, la que siempre guarda en el último cajón. Y disparé... a un transeúnte que pasaba por debajo de mi ventana.
¿Por qué tenía que morir yo si otros lo podían hacer?
Esa noche vino la policía, pero no me importó, sé que tengo una amiga que la próxima vez que se me aparezca me contará su historia con dos alemanes, y después con unos franceses, hasta que lleguemos a un español de dieciséis años que lleva mucho tiempo viviendo muriendo.
Y una voz se quebró, allá a lo lejos, donde todos seremos solamente malos.
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