Vuelve Pascual García a la novela, al territorio de Los Olmos que tanto conocen sus lectores, a Aníbal Salinas, uno de los grandes personajes de la literatura murciana. Solo guerras perdidas, los últimos días de una guerra incivil, de la que el crítico Ramón Jiménez escribe: «Esta obra se desliza a un ritmo más vivo y animado que en otras construcciones del moratallero, afín a la calma, a la detención de los sucesos y a la reflexión sobre los hechos que van sucediendo». Una novela en la que Pascual García, como explica Rubén Castillo, muestra los actos de Aníbal Salinas, «la reproducción de sus palabras externas, la forma en que los demás lo observan y lo juzgan... y, sobre todo, el manejo de líneas en cursiva, donde asistimos a las palabras internas de Aníbal Salinas».
A mí, lo que más me ha llamado la atención de Solo guerras perdidas (común en otras novelas y cuentos de Pascual, pero elevado en ésta) es cómo la obra afecta a todos nuestros sentidos. Son palabras: pero cuando una navaja se abre en el primer capítulo escuchamos sus muelles, cuando un hombre y una mujer yacen olemos a sexo, a hembra, como también a monte, sentimos el frío de la madrugada, pero también «el helor interior», el sabor de la sangre, las ascuas del fuego, el terror de los hombres… Como es habitual en Pascual García, su descripción de los montes del Noroeste, de sus gentes, de sus comidas y tradiciones, de su flora y fauna es de gran minuciosidad y gustará a muchos lectores de esta zona. Yo, que jamás he caminado por las montañas de Moratalla, la he disfrutado como ninguna otra de las suyas. Como creo que le ocurrirá a cualquiera que entienda el castellano sin importar que conozca los parajes de la novela o no. Eso tiene la gran literatura: es capaz de transportarnos a lugares que jamás hemos visto y hacérnoslos igual de creíbles o más que la realidad. Los Olmos de Pascual, para sus lectores, ya son Los Olmos.
—A veces, cuando uno lee novelas sobre la Guerra Civil que hacen especial hincapié en personajes históricos y hechos reales, piensa que conforme nos alejemos en el tiempo más incomprensibles se harán para el lector. Sin embargo, en Solo guerras perdidas, aparte de frases como «lealtad a los principios fundamentales del Régimen», bien pudiera tratarse de una guerra carlista o cualquiera otra de la Historia de España. ¿Fue premeditado el despojar su narración de cualquier referencia concreta a nuestra última guerra a pesar de que hacerle algún guiño pudiera haberle atraído más lectores?
—Yo creo que tienes toda la razón en lo que afirmas y es, en efecto, absolutamente premeditada la ausencia de referencia concreta a nuestra última guerra. Por ejemplo, en ninguna parte del libro se lee guerra civil, maquis o fechas tan emblemáticas como 1936 o cualquier otra, aunque quien lea esta novela tendrá en mente una de las guerras que más dolor ha causado a nuestro país, porque es también la que más cerca tenemos.
—El protagonista, Aníbal Salinas, a veces parece un profesional de los del cine de Howard Hawks (que hacen un trabajo por el simple motivo de que hay que hacerlo y de que no hay otro más capacitado); otras veces parece más cercano al valor del nihilista (al que como no le queda nada, no tiene nada que perder). ¿Cómo se enfrenta el novelista a la creación de un personaje que atrae y repele al mismo tiempo?
—Bueno, Aníbal Salinas es un antihéroe en toda regla, como lo vienen siendo la mayor parte de los grandes personajes de la novela contemporánea desde Lázaro de Tormes. Es un soldado que huye de una vida anterior con diversos conflictos familiares y sentimentales, y que ha sido entrenado para ejercer sin pasión apenas una labor tan desgarradora como la de matar, pero no es más que un soldado a las órdenes del ejército que ganará esa guerra y se limita a hacer su trabajo sin remordimientos casi, porque de lo contrario no podría soportarlo.
—Al conocer a Germán, mi impresión es que él y los hombres perseguidos no son tan diferentes de su perseguidor, Aníbal: «y, sin embargo, abusaban de las mujeres con gusto, y les placía matarlas más tarde…».
—Vuelves a acertar en tu apreciación, porque en esta novela no hay buenos y malos; en todo caso hay algún inocente y un buen puñado de culpables. Todos sobreviven como animales en unas condiciones rigurosas, no solo Aníbal Salinas, sino también sus posibles víctimas, los que desafían el poder establecido y viven al margen de la ley. Todos, creo yo se equivocan y son dignos de nuestra lástima más profunda.
—¿Hasta qué punto escuchaba usted de joven historias sobre la Guerra Civil y los fugitivos en los montes de Moratalla y éstas le han inspirado?
—Este país tiene una historia donde sobresalen los episodios de la guerra de guerrillas, sobre todo porque su orografía es muy accidentada y resulta fácil esconderse y preparar emboscadas y porque quienes se defendían de los grandes ejércitos, como los romanos o los franceses, eran unos pocos y no tenían otros medios que el valor y su deseo de sobrevivir. En mi pueblo no hubo una resistencia como la que se describe en la novela, pero la sierra permite imaginar una fábula como ésta. En cuanto a las historias sobre la guerra, se contaban en voz baja en las cocinas y frente al fuego en las noches de invierno y resultaban, todo hay que decirlo, fascinantes.
—Vuelve a Los Olmos, a Puerto Errado, a paisajes conocidos de anteriores obras, ¿cómo escritor qué le inspira el volver una y otra vez a ese territorio que sería el de su infancia?
—Es mi espacio, el paisaje que conozco y que más estimo, la referencia de mi infancia y de mis sueños, y difícilmente podría situar a mis personajes en otro sitio. La sierra y esos pequeños pueblos constituyen el centro de un universo donde el auténtico protagonista es el ser humano siempre. Además, un escritor debe escribir sobre aquello que mejor conoce, si quiere trasmitir una sensación de verdad.
—¿Por qué decidió recuperar el personaje de Aníbal Salinas? ¿Piensa en él para otras novelas?
—Aníbal Salinas fue el protagonista de mi anterior novela, Nunca olvidaré tu nombre, en la que se contaban de pasada algunos episodios, que en esta novela tienen una mayor presencia. Pero el centro de todo sigue siendo Aníbal Salinas, el hombre que participó en la guerra, que anduvo en situaciones comprometidas y turbias en la posguerra y que actuó a sueldo de uno y de otros, como si las convicciones y las ideas no tuvieran la menor importancia ni en esta ni en ninguna contienda, solo la vida y la muerte. Por otro lado, no sé si volverá a aparecer en alguno de mis libros. Es probable, pero si ocurre esto, será porque es pertinente y necesario, no porque haya pensado nunca en segundas o en terceras partes.
—La mayoría de sus personajes se mueven en claroscuros, no sé si podríamos decir que no hay buenos ni malos puros en esta novela. Sin embargo, Aníbal reflexiona en las últimas páginas: «Una guerra que extermina de este modo es, en el fondo, un fracaso estratégico, un error de los generales, y, sin embargo, no ha muerto ningún general».
—No, no hay ni buenos ni malos; ya he dicho antes que podría haber algún inocente, pero los hombre y las mujeres pelean para seguir adelante cada día y eso es puro instinto. Ahora bien, Aníbal que, como a muchos otros soldados, le ha tocado una labor aborrecible, tiene derecho a hacerse determinadas reflexiones en las que abomina de la violencia y de los que están arriba y mandan el exterminio y la muerte, como si se consideraran auténticos dioses del bien y del mal.
—Sobre su última novela, Eduardo Mendoza reflexionaba sobre la Guerra Civil: «A lo mejor debe dejar de estar en la mesa de novedades y pasar al departamento de Historia de España», ¿comparte esa opinión o seguirá siendo material importante en el futuro para novelistas, historiadores o cineastas?
—Una novela es una novela, una ficción, una historia inventada, un puñado de mentiras para soñar y para pensar, imprescindible en la memoria de una sociedad que pretenda enfrentarse a ella misma. Un libro de historia es otra cosa. Yo no pretendo en ningún instante acercarme a la verdad histórica y objetiva, sino más bien mostrar la verdad del hombre en una situación límite, muy cerca de la muerte, de la traición y de la desesperanza. Eso no se puede contar con fechas, datos históricos y sucesos reales. No tenemos más remedio que echar mano de la poesía, de la literatura en estado puro, del símbolo, tan antiguo como el hombre.
—Creo que nunca he leído una frase tan desmitificadora de la Guerra Civil como en la que se explica el alistamiento de Aníbal a pesar de la oposición de su padre: «De que ni siquiera era una guerra fraticida, sino tan sólo la ocasión de matar del modo más libre y rotundo, del más infame e impune», ¿es esa su opinión sobre esta guerra, sobre todas las guerras civiles?
—Es terrible, pero si uno atiende a todos los conflictos armados actuales, desde Oriente Medio hasta los Balcanes, no tendrá más remedio que admitir que la guerra es, en ocasiones, un mero pretexto para que el hombre pueda comportarse como una bestia salvaje, amparado acaso en las reglas de cualquier guerra, pero sin renunciar a una infamia intrínseca al ser humano que las auspicia y las permite.
—En una reciente entrevista en La Opinión mostraba su rechazo a la novela histórica calificándola de refugio de escritores sin ideas, sin embargo, comienza Sólo guerras perdidas con una cita de Los girasoles ciegos de Alberto Méndez. ¿Qué diferencia esa novela, por ejemplo, o la suya, de lo que califica como novela histórica?
—En principio, la obra de Alberto Méndez no me parece exactamente un relato histórico. Por otro lado, yo no rechazo la novela histórica, y te agradezco que me permitas la ocasión de explicarlo, yo rechazo cualquier obra literaria a la que tengamos que imponerle una marca para venderla. La buena literatura no necesita adjetivos. Desde ese punto de vista, no me gusta la novela histórica, la novela policíaca, la novela de espías o la novela de cualquier otra clase. En cambio, me fascinan Margueritte Yourcenar, Herman Broch, Raymond Chandler o John Le Carré, por poner unos cuantos ejemplos excelsos de gran literatura, que, no obstante, han escrito verdaderas cimas narrativas en las que la historia, la política, el espionaje o el crimen funcionan como telón de fondo, pero en las que este último detalle no es lo decisivo. Del mismo modo, yo creo que tanto la obra de Alberto Méndez como la mía, salvando las distancias, no son propiamente históricas, aunque Solo guerras perdidas lo es menos todavía, porque hay una clara voluntad de que no aparezcan las huellas referenciales, que no son trascendentales en el relato, en absoluto.
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