jueves, 15 de noviembre de 2012

Cárceles imaginarias, de Luis Leante

Unos pocos nombres de mujer, una cajita de madera con veintitrés cartas, el atentado del Corpus en Barcelona en 1896 y un héroe (o dos) que tienen mucho de antihéroe… en las cuatro o cinco primeras páginas, dosificando los hechos, Luis Leante despierta la curiosidad del lector y logra que viaje con él en Cárceles imaginarias a otros lugares y otras épocas (en la ya amplia obra de Luis Leante parece que continuamente busca en sus historias lo que fueran los límites del Imperio español). Recurso tan importante como en Mira si yo te querré, de la que el novelista caravaqueño decía: «El paisaje es esencial en la novela porque acompaña a los personajes en su evolución en la historia. Va cambiando de un paisaje urbano y moderno hasta llegar a la dureza del desierto y la calidez de las dunas. Se podría decir que este es un personaje más de la historia».

Como un puzzle o como los distintos flashbacks de una película hasta las últimas páginas de la novela no conoceremos todos los hechos que engarzan pasado con presente y futuro en una novela en la que bien podrían exclamar Matías Ferré o Ezequiel Deulofeu aquello de «un juguete del destino» y en la que los secundarios cobran igual relevancia que los de su anterior novela La luna roja, de los que escribió Luis Leante: «Sin estos personajes la novela no sería posible. En realidad, creo que cada lector debe elegir con quién se identifica, o quién le resulta más cercano, o todo lo contrario. Después, la historia cobra vida propia y los personajes no son más que mecanismo para provocarnos sensaciones y crear atmósferas».
El historiador Pedro Luis Angosto escribía en 2007 cuando recibió el Premio Alfaguara: «Luis Leante junto a Miguel Espinosa, son el producto más fértil que Caravaca ha dado al mundo, sólo deseo que en un pueblo que se suele mirar demasiado al ombligo, donde casi todo gira en torno a tópicos monotemáticos, el ejemplo humano y literario de Luis Leante sea un revulsivo para quienes vienen detrás o caminan delante». Un Pedro Luis Angosto, por cierto, que ya es ficción: se ha convertido en personaje de Luis Leante.
—«Porque el paso del tiempo no debe servir para enterrar la memoria de los acontecimientos y de las personas que nos precedieron», escribe en Cárceles imaginarias que esta es la labor del historiador, ¿también del novelista?
—Sí, también el novelista indaga en el pasado, pero con otra mirada. La diferencia con el historiador es que el novelista puede indagar en el pasado del individuo y utilizar la historia sólo como un escenario. Y además puede permitirse unas licencias que en un historiador sería un fraude. De ahí el peligro de leer la novela histórica como si fuera un libro de historia. En este caso, hay acontecimientos reales mezclados con la ficción.
—¿Cómo novelista se pone algún límite cuando mezcla personajes y hechos ficticios con otros reales?
—El límite no existe. Por eso quiero ser novelista y no historiador. En esta novela hay personajes reales, pero la mayoría son ficticios. Incluso, en los personajes reales la ficción es un porcentaje muy alto. Cuando creo un personaje de este tipo en una ficha técnica, escribo con azul los elementos reales y en rojo los ficticios. Pero al cabo de unos meses lo paso todo a negro y termino por confundirlo a propósito. En ese momento es cuando empieza lo más interesante de la escritura.
—¿Qué le atrae tanto de otros países y otras épocas para, por ejemplo, en esta última llevar al lector hasta Filipinas, Chile y Barcelona?
—Barcelona me interesó por la importancia que tuvo hace más de cien años como altavoz de los movimientos sociales que se produjeron en Europa. De Barcelona salieron muchos anarquistas deportados y exiliados a Manila y a Valparaíso. De hecho, Valparaíso tiene muchos elementos comunes con Barcelona: las dos eran ciudades portuarias, cosmopolitas y modernas. Pero Barcelona supo superar el declive, y por el contrario Valparaíso se quedó anclada en el pasado. Manila, sin embargo, desapareció de la historia de España en 1898, al contrario que sucedió con Cuba, con la que hubo lazos muy importantes a lo largo del siglo XX.
—¿Puede extraerse alguna enseñanza en la actualidad de los movimientos anarquistas de finales del XIX y principios del XX?
—Me gustaría pensar que sí, pero viendo el transcurso de los acontecimientos histórico a los largo de los últimos cien años, me da la sensación de que hemos aprendido poco del pasado. Es un tópico muy manido eso de que “conocer el pasado nos ayuda a no cometer los mismo errores en el futuro”. Pero me temo que no es más que eso, un tópico. Lo cierto es que somos capaces de lo mejor y de lo peor, tanto antes como ahora. En cualquier caso, la novela no intenta dar claves ni llegar a ninguna conclusión. Me da la sensación de que si hiciéramos una encuesta sobre este asunto en nuestro país habría más de cuarenta millones de opiniones distintas.
—Jorge M. Reverte considera La rosa de fuego de Joaquín Romero como el mejor libro de historia de los últimos cincuenta años, ¿qué libro recomendaría a sus lectores para conocer mejor el movimiento anarquista y esa Barcelona que llegaría a conocerse como “la ciudad de las bombas”?
—Hay muchos libros interesantes sobre este tema. Uno de los que me han resultado más útiles es Los anarquistas españoles, los años heroicos 1868-1963, de Murray Bookchin. En general, los mejores libros fueron escritos por extranjeros. Pero la mejor historia del anarquismo se escribió en la prensa de finales del XIX y comienzos del XX. El mejor libro de historia para mí han sido las hemerotecas.

Otros libros publicados
El último viaje de Efraín (1986).
El criador de canarios (1996).
Camino del jueves rojo (1983).
Paisaje con río y Baracoa de fondo (1997, 2009).
Al final del trayecto (1997).
La Edad de Plata (1998).
El canto del zaigú (2000, 2009).
El vuelo de las termitas (2003, 2005).
Academia Europa (2003, 2008).
La puerta trasera del paraíso (2007).
Rebelión en Nueva Granada (2008)
La Luna Roja (2009).
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