lunes, 24 de septiembre de 2012

Viaje a la memoria: los recuerdos de juventud de Teresa Calvache


Teresa Calvache
En las memorias de niñez de Teresa Calvache hay muchas presencias: nombres, apellidos, comercios, costumbres, juegos, que han vertebrado el día a día caravaqueño desde la posguerra hasta la actualidad.
Presencias que acompañan a la niña Tere, y también una ausencia, la de su padre, asesinado en esa guerra civil que más bien debería llamarse incivil. «Leoncio medía 1 metro y 70 centímetros, era de complexión fuerte, pelo ondulado y tenía aire de señorito. Le gustaba vestir bien y cuidaba su aspecto físico. En las fotografías de la época suele aparecer con el rostro relajado, mirando siempre la cámara sin decidirse a sonreír...», escribe Luis Leante en un prólogo en el que cuenta cómo Tere Calvache llega a su casa «con una enorme bolsa negra que pesaba mucho» y que parece extraído de cualquiera de sus novelas donde el pasado se niega a desaparecer y determina el presente.

Al vacío que dejó Leoncio en la vida de Teresa, ella le devuelve la vida en cada una de las páginas de estas memorias que van mucho más allá de su propósito inicial: que sirvieran de soporte a las cartas que su padre les escribió a su madre y a ella desde la cárcel. Unas cartas sin rencor, aunque lo denuncian supuestos amigos, con resignación cristiana. Una falta de rencor que hereda Teresa a pesar de una infancia dura, no solo la muerte del padre, sino una sociedad de su tiempo, mojigata con todo lo que se saliera de la norma (no desvelaremos detalles, porque las memorias de Tere Calvache merecen leerse como una novela): «Yo no guardo rencores, soy una persona que perdona lo que me hacen. Y pienso lo que decía mi abuela: cuando hacen eso es porque no saben más», me dice Teresa.
Comenzó a escribir a los 11 años: « Se fue mi madre, yo me quedé muy triste y no sabía qué hacer ni en qué entretenerme y se me ocurrió empezar a escribir. Al final era una necesidad. No me dejaban salir a jugar, así que yo tenía que matar el tiempo como fuera, y así fue como comenzó…».
Teresa continuó dándole forma a su libro sin dárselo a conocer a nadie. Cuando sus hijas fueron mayores, les habló de su libro y de la idea de incluir las cartas de su padre (cartas que, antes de saber leer, ya imaginaba una y otra vez qué decían), éstas la animaron, y, un día, la madre de Luis Leante, muy amiga de Teresa, le pidió leer las cartas de su padre. Ambas las leyeron y lloraron y, poco después, la madre de Luis la llamó para decirle que su hijo estaba también muy interesado en conocer esas cartas: «Luis no se figuraba lo que era. Le pasó lo que a nosotras. Nos emocionamos los tres. Vaya cosa, en vez de una alegría parecía un duelo. Y tanto le gustaron que entre él y mi hija Loli me ayudaron a terminar el libro».
Portada de las memorias de Teresa Calvache
Teresa pudo conservar las cartas de su padre cambiándolas cada día de sitio, con el temor de que pudieran robárselas o quemarlas, como ocurrió con los dibujos de su padre.  «Hay nada más que un dibujo de mi padre que creo que tiene mi hija Loli. Él estuvo en Alicante en un colegio muy bueno, donde hizo su carrera de abogado, pero su ilusión era la pintura y la música. La lástima es que los retratos los quemara mi madre: se ponía triste de ver esos dibujos… Cuando vi que no estaban me dio una de llorar... El que tiene mi Loli lo tenía yo en la carpeta de las cartas señalando por dónde iba».
Teresa aun recuerda los dibujos que  hizo su padre en la cárcel: «Hombres muy tristes, muy jóvenes y muy tristes. Por lo menos había cuarenta, una carpeta vieja que hizo mi padre cosiéndola con trozos de cartón llena de dibujos».
Muchos de los hombres y mujeres que aparecen en las memorias de Teresa han desaparecido (aunque en Caravaca, cuenta Teresa, Jesús Romero, un niño por aquella época, todavía le habla de su padre); sus nombres ya se conservan para siempre en este Viaje a la memoria en el que Teresa Calvache auna recuerdos y literatura de verdad, de la que deja huella.
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