miércoles, 10 de abril de 2013

Como si padeciéramos el síndrome de Escarlata O'Hara


Existían en Pompeya cerca de treinta burdeles cuando el Vesubio entró en erupción en el 79 a.C.. Para una ciudad de no más de treinta mil personas la cifra es notable.
El fin de su mundo les tuvo que sorprender en la cama. O en las termas o en los espectáculos circenses de los que también disfrutaban.
Como el fin del mundo se encontró tocando a la orquesta del Titanic; como, en una historia asombrosa, los judíos que finalmente asesinaron los nazis en Auschwitz-Birkenau crearon en el gueto de Theresienstad un centro cultural de primer orden que maravilló -y engañó- a la Cruz Roja sobre la realidad de los campos de concentración.
“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, le dice Ilsa a Rick en Casablanca y, mirando la Caravaca de 2013, casi podríamos cambiarlo por “el mundo se derrumba y nosotros lo festejamos”. Aunque cierren comercios, restaurantes..., como viuda alegre, nosotros de sarao en sarao: cada semana una nueva celebración: que si una presentación de los reyes cristianos, que si una cena templaria, que si un baile del quinto, que más y más oro a los mantos como si fuéramos Midas, que si...
Y cuando se acaben las Fiestas de Mayo, ¿qué?
Como si padeciéramos un síndrome de Escarlata O’Hara, nos decimos “después de todo, mañana será otro día” y seguimos fiesta tras fiesta hasta apurar esa última (en los oídos Nearer My god, to Thee) esperando que el fin de nuestro mundo nos pille con una dulce resaca.

Secuencia final de Lo que el viento se llevó


Nearer My god, to Thee, en la película Titanic de James Cameron


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