domingo, 6 de septiembre de 2015

Desplazados y refugiados ahora como en la II Guerra Mundial

"Afortunadamente todo lo que encontramos fueron miles de desplazados y refugiados de todas las nacionalidades dirigiéndose hacia nosotros y al oeste: búlgaros, rumanos, rusos griegos, yugoslavos y polacos -de todo, estaban ahí, algunos en grupos pequeños de dos o tres, cada uno con su fardo lastimoso de pertenencias amontonadas en una bici o en una carretera, otros en grupos grandes hacinados en autobuses repletos o en la parte posterior de los camiones, era interminable-. Siempre que nos deteníamos se abalanzaban sobre nosotros con la esperanza de que les diésemos comida".

Así narra el zapador británico Derek Henry su primer encuentro, en abril de 1945, con grupos de desplazados cerca de Minden. Este testimonio lo recoge el historiador Keith Lowe en Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Tras la II Guerra Mundial, durante meses, años incluso, Europa, desde fuera, se vio como "el nuevo continente negro" (New York Times, marzo de 1945). 
De entre todas los efectos de la guerra no fue el menor la del altísimo número de desplazados: ocho millones de trabajadores esclavos se encontraban en Alemania al acabar ésta, que comenzaron el regreso hacia lo que quedaba de sus localidades de origen; millones de alemanes, además, se convirtieron en refugiados internos (algunos estudios los cifran en 4,8 millones) mientras otros de origen alemán fueron obligados por los vencedores a huir de las tierras que habitó su familia durante generaciones. En el conjunto de Europa se estima que más de 40 millones de personas se convirtieron en desplazados por un tiempo mayor o menor. 
Las secuelas que a estos desplazados les quedasen de por vida nosotros no las podemos imaginar. Nosotros no, las experiencias de los refugiados sirios que llegan a nuestras fronteras cuatro años después de que comenzara en su país la guerra civil (marzo de 2011), sí pueden aproximarse a las que vivieron nuestros abuelos.
La actual probablemente sea la mayor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial. A pesar de que los vencedores de aquella no estaban preparados para lidiar con ellos ni con otras consecuencias de la guerra, en un continente además sin apenas vehículos de motor ni trenes, sin teléfonos ni telégrafos, casi sin comunicación de ningún tipo, los diversos organismos de socorro fueron capaces de reunir a la mayoría de estas personas, alimentarlas, vestirlas, localizar a familiares desaparecidos y luego repatriar a la mayor parte de ellas en seis mese. Fue poco más o menos un milagro, en un momento de la historia europea que, como advierte Keith Lowe, "no es por lo tanto, y sobre todo, una de reconstrucción y rehabilitación, es en primer lugar una historia de la caída en la anarquía".
Es acertado traerlo a la memoria cuando se recuerda que otros países acogieron a republicanos españoles en el exilio, a quienes huían de los nazis o de los soviéticos y a otros muchos. Pero a otros los hostilizaron, los vejaron o los dejaron morir en las fronteras.
Ni esa fue una historia rosa ni esta negra. No somos mejores ni peores que aquellos que les facilitaron o les negaron un futuro a otros europeos que huían del hambre, de la guerra o de ambos. Ahora como entonces, a tenor de la respuesta comprometida y espontánea de los ciudadanos, hay esperanza porque, buenos deseos y prejuicios aparte, en Europa existe la necesidad de nueva población para un continente envejecido. Si, con todos sus claroscuros se pudo entonces, por qué no ahora cuando entre 2014 y 2015 los emigrantes llegados a Europa suponen tan solo el 0,065% de su población (según un artículo publicado por Soledad Gallego-Díaz en El Paíx).







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