sábado, 13 de junio de 2009

Las Sabinas


El rapto de las Sabinas, de Juan de Bolonia
Los analistas políticos de este país pretenden del Gobierno soluciones imaginativas, que satisfagan a todos, incluida ETA, o su brazo político, para que ésta no vuelva a matar. Pero a la hora de dar las suyas se inhiben porque (dicen) no es su responsabilidad. Mi propuesta «imaginativa» no es mía y, por añadidura, no va encaminada a lograr el final de la violencia en el País Vasco, sino a facilitar la convivencia en Kosovo, Libia u otras comunidades con etnias o religiones enfrentadas. Además, tampoco hay que tomarla demasiado en serio, pero no me apetecía escribir de la Europa que se deshace. 
 
En mis tiempos de escolar, discúlpenme entonces las omisiones e inexactitudes, devoraba la mitología griega y romana, además del Antiguo Testamento. Hay una leyenda que se repite tanto en la fundación de Roma como en la supervivencia de una de las doce tribus de Israel: ulteriormente a su establecimiento, los romanos, pueblo joven y guerrero, se encontraron sin mujeres. Así que acecharon en los alrededores de una tribu cercana y, cuando los hombres marcharon, raptaron a las Sabinas, sus hijas. Después, éstos no tuvieron más remedio que aceptar a sus yernos La tribu de Juda, según el Antiguo Testamento, se hallaba más o menos en idéntica situación y actuaron de parecida manera. Pero, sin necesidad de retroceder tanto, el Hollywood dorado nos regaló un musical, Siete novias para siete hermanos (del todo improbable, del todo delicioso), cuya solución, alejada de la tragedia clásica que pervive en, por ejemplo, West Side Story, se descubre todavía vigente.
Si un joven serbio y una joven musulmana se miran a los ojos, si no pararan de mirarse, no tienen por qué escuchar la llamada de la sangre. Y cuando nueve meses después el patriarca serbio, la campesina musulmana que ha mamado el odio al opresor desde su infancia, contemplen un recién nacido: su nieto, quizá acerquen una mano grande y encallecida de laborar la tierra al bebé, indecisos todavía entre el abrazo asesino o la tierna carantoña. Y, ¿por qué no puede vencer este último impulso?
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