martes, 19 de abril de 2011

Hasta en las mejores familias... sobre todo en las mejores

- Hasta en las mejores familias puede pasar - murmuró el médico a la vieja criada -Compréndalo, sobre todo en las mejores.

El médico, que no era médico sino veterinario, miró por última vez la habitación de Juan y recomendó a la criada que, cuando la noche empezara a helar, le encendiera la chimenea ; luego, tras pellizcarla en las nalgas, se dirigió al salón, donde el coronel, su esposa y su madre esperaban impacientes. El viejo coronel se levantó nervioso ; su mujer apartó el costurero y apoyó, sobre su regazo, los calcetines que estaba remendando ; la vieja siguió con los ojos cerrados, continuó meciéndose apacible, ignorada en su mecedora.

- ¡Doctor ! - se apresuró el coronel a preguntar -. ¿Está bien ?

Al entrar el médico había tapado con su cuerpo la mortecina luz del pasillo que llegaba a la habitación, pero, no obstante, pudo observar la cara congestionada del coronel, aunque abotargada desde siempre por culpa de una enfermedad heredada de su padre, digno hidalgo español que, por costumbre, bebía dos o tres litros de vino al día, ahora, tornada púrpura, hacía presagiar un colapso ; las manos le temblaban visiblemente y, a pesar de su intento por mantener la compostura, no paraba de rascarse la cabeza con absoluta dejadez.

- Bien no está, noto mejoría e, increíblemente, también unas renovadas ganas de vivir. No obstante, y si me permiten, les diré que eso ocurre siempre momentos después : intentan aferrarse a la vida.

- ¡Gracias, doctor !

- Les aconsejo que mañana vayan a la ciudad y llamen a un buen médico, tiene fiebre y delira, pero está mejor... Sí, indudablemente está recuperándose.

- Hemos tenido suerte de que fuera nuestro vecino - dijo la mujer aliviada.

- En efecto, mucha suerte. Este es un asunto muy feo.

- Pero ya está solucionado, ¿verdad doctor ? - preguntó inquieta -. Mi hijo está mejor, eso ha dicho usted.

- Sí, creo que sí... Bueno, debo irme.

- ¡Agustina ! - llamó el coronel a la vieja criada -. Acompáñelo a la puerta.

Cuando abrió la puerta entró un viento frío, obligándole a abotonarse hasta el último botón de la pelliza. El aullido de un lobo se escuchó distante, cercano a su casa.

- Menuda caminata me espera - murmuró sobrecogido el doctor -. ¡Adiós, Agustina !

- ¿Se va usted ya ?

- ¿Ya ? - se sorprendió el doctor -. ¡Ah, sí ! Perdona. Un poco más y lo olvido.

Se abrazaron con inútil pasión, le pellizcó las nalgas mientras ella hacía como si le reprendiera. Un beso apagado, a modo de adiós, y se despidieron, el sátiro y la doncella.

La vieja criada volvió a entrar a la casa y se dirigió al comedor, donde el coronel, con un violento ademán, le indicó que se marchara a la habitación de su hijo. Desde allí escuchó, junto a Juan, la conversación familiar. Éste sudaba con la cara enrojecida, todavía más encendida que la de su padre, sobre todo cuando las voces se violentaban y quería salir y decir algo, porque todo lo estaban decidiendo por él.

- ¡Mujer ! - dijo autoritario el coronel -. ¿Has visto lo que ha hecho tu hijo ?

- ¿Por qué es mi hijo ? ¿Por qué el mío y no el tuyo ?

- No te comprendo.

- ¡No quieres entenderme !

- Supongo que ya has hablado demasiado.

- Supones bien.

- Mi familia...

- La tuya no se hubiera ni acercado a la mía sino fuera por la llegada de la I República.

- ¿Qué vamos a hacer con el niño ?

- Ya no es ningún niño.

- Entonces... ¿Tu crees que aceptará sus responsabilidades ?

- ¿Es que lo tienes decidido ? - preguntó belicosa.

En ese momento entró Juan seguido por la criada a la habitación, enardecido,

violento y asustado.

- ¿Estás mejor ? - gruñó su padre.

- Sí... Sí, señor.

- ¿Qué haces aquí sin calcetines ? ¡Vamos, métete en cama ! - le ordenó su madre.

- Mamá, yo...

- ¿No has oído a tu madre ?

- Sí, señor... ¡Buenas noches !

La llegada de Juan había traído el silencio a la habitación. Cautela para continuar luego, estaban ocultando los movimientos. Juan se impacientó en la cama, preguntándose porqué las voces habían callado. Agitado se levantó de la cama y se volvió a acostar, revolviéndose, buscando el lado más fresco, después se perdió entre el edredón y la colcha y sacó la cabeza por donde antes tenía los pies. De nuevo las voces se escucharon.

- El pueblo entero hablará de nosotros - graznó el coronel.

- El pueblo siempre ha hablado - comentó su madre.

- ¡Madre ! ¿Está despierta ? - se sorprendió -. ¿Se ha enterado de todo ?

- De palabras por aquí y algunas de allá - respondió vagamente.

- ¿Qué piensa ?

- Sí, me he enterado de todo.

- ¿Qué piensa ? - repitió ahora la mujer.

- ¿Tú quieres saber lo que pienso ? - preguntó despectiva -. ¿Ahora ?

- Bueno, madre, vuélvase a dormir.

- ¿Dormir ? ¡Y un carajo !

- ¡Madre ! - le reprendió el coronel.

- Basta de discusiones... por favor - interrumpió la mujer.

- Nunca me gustó tu familia - afirmó la vieja.

- Es que tu padre sólo era chofer del mío.

- Pero en la revolución.... - los ojos le brillaron malignos - Cuando la revolución, él fue quien lo denunció.

La charla volvió a decaer : la vieja cerró los ojos ; altiva, la señora siguió zurciendo los calcetines ; y el coronel se acercó al mueble bar a tomarse un whisky doble.

- Voy a ver a mi hijo - anunció ella.

- Voy contigo.

- No, perdona.

- ¿Ahora es solamente hijo tuyo ?

Abrió con cuidado la puerta, por si estaba dormido, pero, con las luces apagadas notó que los ojos de él se clavaban en los suyos. Se acercó despacio y se sentó en la cama, una mano apretando firme la de su hijo, la otra, en la boca de él. Siguió así un buen rato sintiendo su jadear, su calentura. Lo besó en la frente y también en los húmedos párpados.

- ¿Tienes hambre ?

- No mucha.

- Deberías comer.

- Mamá.

- No debes hablar.

- ¿Qué va a pasar ?

- Tal vez te tengas que ir.

- No es suficiente, ¿verdad ?

- Me temo que no.

- Yo haría lo que pidieras.

- Lo sé.

- Porque te quiero.

- Mejor que lo hicieras porque se lo debes a mi familia - le reprendió severa.

- ¿Cómo era el abuelo ?

- Te lo he contado muchas veces.

- Algún día seré como él... ¡Te lo prometo !

- Es demasiado tarde.

- Fue sólo un momento, ahora sé que no quiero, pero...

- Hubiera sido mejor que estuvieras ya muerto. ¿Lo comprendes ?

- Creo que no.

- ¿Tienes hambre ?

- Un poco más que antes, pero se que vomitaría si tomara algo más.

- Ya has vomitado mucho... Preferiría que estuvieras muerto.

- Yo...

- No sería tan difícil... Duérmete, yo te tapo.

- Te quiero.

- Mejor no te duermas... por si tu padre quiere hablar contigo.

- ¡Le odio !

El coronel jugaba con su madre, pinchándole con un alfiler sus gordos muslos.

Cuando ella, gruñendo, abría los ojos, él fingía estar atareado limpiándose las uñas, para más tarde seguir con su diversión. Entró su esposa.

- He hablado con él - anunció.

- Lo he pensado mucho - dijo el coronel -. Creo que podríamos mandarlo con mi antiguo jefe, que actualmente dirige una academia militar.

- ¿Es suficiente ?

- Yo creí que sí - respondió desconcertado -. No sé me ocurre nada mejor.

- Debería estar muerto, bien muerto a estas horas - dijo con irritación ella.

- ¿Comió demasiado ? - inquirió la abuela.

- ¡Cállese... vieja ! - le gritó violenta.

- No trates de esa forma a mi madre - se atrevió a protestar blandamente el coronel.

- ¿Se atiborró de pastillas ? - volvió a preguntar ingenua -. Claro, como aquí nadie come a sus horas. La culpa es de “la Agustina” ésta.

La mujer del coronel se acercó a la vieja y la golpeó una y otra vez, con saña, hasta que la abuela se tiró al suelo protegiéndose con ambas manos. El coronel agarró con firmeza a su mujer y la echó sobre un sofá.

- Le estaba bien merecido - dijo cruelmente.

- ¡Ay, ay ! ¡Válgame por Dios ! - se quejó la vieja.

- ¿Era necesario ? - le preguntó él.

- ¡Ay, ay ! ¡Qué dolor ! - se seguía quejando.

- Me siento mejor.

- ¡Virgencica mía ! - continuaba con sus lamentos.

- Tranquila, madre. Debe descansar.

- Es mejor que se suicide, porque él también sufrirá menos - argumentó la mujer.

- ¿Tú crees ? - dudó el coronel.

- ¡Claro ! He hablado con él y en el fondo comprende que no es lógico dejar pasarlo.

- ¿Qué dirá el pueblo ?

- No dirá absolutamente nada. Recuerda lo que dijo el médico. El niño está nervioso, ahora puede tener ganas de vivir, pero dentro de un rato... ¿Quién sabe lo que puede pasar por su mente ?

- ¡Tengo sangre en el labio ! - exclamó la vieja.

- ¡Cállese, madre ! - dijo el coronel hastiado - ¿Cómo se lo explicaremos ?

- No hay nada que explicar. Juan ha sido, desde pequeño, un chico intuitivo. Déjale tu pistola... ¡Espera ! Coge el viejo revolver de mi padre y pónselo en la mesilla... y te sales sin decir nada.

- Tendré que limpiar el revolver... por si acaso falla - se excusó.

- ¡No seas tonto ! ¿No ves que queda mucha noche ?

Juan, idiota y soñador, contempló un rato su habitación, se calzó las botas y se dirigió a la puerta, que abrió con cuidado y, dejándola entornada, salió a la calle, donde echó a correr. Corrió con las lágrimas abrasándole la cara, atravesando la huerta de manzanas hasta llegar al fin de su propiedad que, rodeada por una valla, abortaba su posibilidad de escapar. A lo lejos, más allá de las posesiones que antes fueron de su abuelo, se escuchaban unas guitarras flamencas y una voz doliente que cantaba a la pena negra.

- ¡No quiero morir ! - gritó Juan -. ¿Debo morir... sin quererlo ?

Inició el camino de regreso, decaído, exhausto y vacío. Agustina, la criada, le esperaba en la puerta.

- Pasa, hijo.

Juan entró al comedor, donde su padre, que se esforzaba por limpiar el revolver, paró para proseguir al instante, cuando su esposa le pellizcó impaciente, sin disimulo, sin guardar las apariencias. La abuela seguía limpiándose la sangre : la imaginaria y la otra.

- Dame ese revolver - le dijo Juan a su padre.

- ¿Para qué lo quieres ?

- No seas estúpido.

- Hijo, yo...

- ¿No has oído a tu hijo ?

- Si, es verdad. Tenlo.

Juan lo examinó sin curiosidad y, tras comprobar que estaba cargado, se lo metió en la boca. Los ojos como platos, una especie de risa, destinada a su madre, le bailaba en ellos. Se sacó el revolver de la boca.

- Mama, ahora tengo hambre.

- Mañana te prepararé un chocolate caliente.

- ¿Mañana ? - le divirtió la idea -. Mañana está... Bueno...

- ¿Por qué quisiste suicidarte ? - le preguntó entonces su padre.

- Es raro, ¿verdad ? Sólo quería saber que... No sé, realmente quise. No hay que darle excesiva importancia.

Se volvió a meter la pistola a la boca y disparó.

- ¡Tiene más sangre que yo ! - graznó la vieja -. Es demasiado divertido para llorar.

- Madre, debe irse a la cama... porque si trasnocha mañana no comerá.

- ¡Sangre, sangre !

- ¡Oh, mierda, cuánta sangre ! - sollozó Agustina entrando a la habitación - Tendré que limpiar varias veces el suelo.

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