Andábamos más torcidos que derechos, apurando la cerveza caliente y preguntándonos qué carajo hacíamos allí. Bueno, yo sabía lo que hacía: asistir a un programa de la televisión regional como público. No tenía tan claro por qué me acompañaba Molino. Aburrimiento, supongo. Algún canu en el bolsillo y la calurosa noche murciana.
Lo de la televisión regional fue de casualidad. Una de esas bromas a las que no sabes decir que no. Esa mañana, temprano, me dirigí a la universidad. Sabía, intuía, que había suspendido todas las asignaturas de mi primer año de carrera y miraba a mis compañeros y parecían todos marcianos (algo habitual cuando el primer día decidí no subir a la UCAM). Cansada, la tutora me dio cita (teníamos tutora, buena gente, olvidé su cara) y, en un rasgo generoso de su parte, me gestionó todos los apuntes (innumerables caligrafías distintas que, si conservara las notas de clase, un grafólogo tal vez adivinara quién iba para sicópata, quien…). Me marchaba todo lo contento que uno se marcha cuando sabe que debe montar en un autobús y que la gente (¡la gente!) te mira, cuando me paró en la puerta y me preguntó si me apetecía acudir a un programa como espectador. ¿Cómo le dices que no a alguien que te acaba de pasar más de mil páginas en apuntes’ No sé la manera.
La fobia y yo. Hubiera preferido no tener ese montón de apuntes con tal de quedarme en casa viendo la tele. Pero no, tras mucho andar llegamos Molino y yo. Él con la sonrisa y yo que me sudaba todo el cuerpo. Nos sentamos entre ancianos y familiares de la folclórica a la que brindaríamos nuestros aplausos. No somos los más guapos, pensé. Y me sentó bien porque así no aparecería mucho. Primero fue el turno de un inventor de una bañera con una puertecilla para que ningún viejo se descalabrara levantando la pata. Después la folclórica, a la que realmente no vimos: una mujer nos decía cuando aplaudir y lo hacíamos… Todo playback, aunque después nos preguntó si nos apetecía quedarnos. Salimos escopetados: no nos quedaba gasolina así que iríamos al Ladrillo que era donde solíamos ir entonces.
A la mañana siguiente, en casa de Kosqui, los amigos y yo viéndonos a Molino y a mí. ¿Ese que aplaudía era yo? Tal descoordinación solamente la he vivido desfilando de moro: de moro más complicado: manos y piernas a la vez. Y la cara de tonto cuando adivinaba que la cámara se acercaba. Molino, en cambio, se sentía como en su casa. Pero yo ya me preguntaba si alejaba las palmas mucho unas de otras, si sonaba mis manos más o menos huecas, si la cara de tonto no se iba a ir (no se fue: tampoco salimos mucho).
La broma duró tiempo: me descuidaba algún día y me encontraba alguno de los colegas imitando mi peculiar manera de aplaudir. No teníamos entonces vídeo, no se grabó y me alegré.
Esa noche supe que jamás sabría aplaudir… el caso es que tenía que haberlo adivinado cuando jugábamos al Presi: ese juego tan tonto que alguien dice Presi, Presi, Uno, Uno; y el Uno, Uno; Uno, Uno, Tres, Tres, y el Tres Tres…Y así hasta que alguien perdía y en la Casa, en la Guarde le tocaba llenar la botella de agua, comprar papel, litros… Siempre perdía. Intenté que me aceptaran como palomita suelta, pero no hubo ocasión…
Así que no aplaudo en festivales, ni en actos benéficos ni en bodas y, si lo hago, con el rabillo del ojo controlando que nadie me vea. Disculpen entonces si cuando hacen algo de merecimiento no les muestro la entusiasta y ruidosa atención.
2 comentarios:
Me has traído a la memoria esos años de Taifas...un abrazo.
Gracias
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