En la cárcel no estoy tan mal. Tengo comida y cama. A veces, incluso, viene alguien a verme, pero eso ocurre sólo cada dos meses.
Ayer llegó un nuevo compañero, lo trato como a un invitado porque no sé si se quedará o lo trasladarán mañana o pasado. Él es medio indio y apenas habla. De noche se le escapan palabras que no dicen nada, sin embargo, de día se limita a mirarme con ojos amarillentos. Creo que tiene fiebre y que morirá pronto pues se niega a que el médico le vea.
El médico no es demasiado malo, sólo hay que comprenderlo. El otro día comentó conmigo acerca de política, pero eso fue antes. Dicen que se ha casado, quizá esa sea la causa de su mal carácter.
Voy a tener que hablar con mi compañero. Ocupa demasiado espacio. Ayer se dedicó a pisar las flores, y no sólo los geranios, ¡qué va !, también los crisantemos y las rosas más bonitas del jardín. Comprendo que sus pies son gigantescos y que no puede dirigir bien por dónde pisa, lo que me molesta es que se obstina en no ver nada. Como se quede mucho tiempo nos pelearemos. Acaba de matar una cucaracha y me parece que era Luci. Ese grandullón puede tener problemas.
Anoche me visitó Raquel, se metió vestida en la cama y, tímida, comenzó a quitarse la ropa. Cuando estaba completamente desnuda se escondió más y me hizo prometer que cerraría los ojos.
Raquel volvió anoche a mi vida y yo noté algo parecido a una erección, como las que sentía cuando estuve una semana entera con aquella... ¿de dónde era ? El gigante se rió.
Mi cama tiene chinches, pero no daré parte, no vaya a ocurrir como la otra vez y que me llenen la habitación de desinfectante.
Cuando el guardia ha traído la comida, ha señalado al medio indio y me ha cuchicheado que le van a dar “pal” pelo. Sólo es un invitado, extremaré mis atenciones.
El guardia, José, también me ha traído un periódico boliviano y en primera página leo que acabamos de perder la guerra. Es la cuarta vez que muere el camarada Ernesto en lo que va de mes. No es que me importe, ¡qué va !, pero de todas formas suplicaré a mi carcelero que no traiga el mismo ejemplar todas las semanas.
El medio indio es valiente o, tal vez, un poco tonto, porque en sus ojos se repite, teñida de ocre, una escena que finaliza con una gran matanza. Es algo lerdo, ¡seguro !, viene de un país de brujas y hadas hilanderas y a pesar de su predisposición no consigue ver a Raquel.
Los martes toca una charla con el señor obispo y los miércoles cumplo con mi deber visitando a viejas y viejos. Más viejas que viejos porque es sabido que mueren después. Los demás días toca hacer lo que me da la gana : es decir, nada.
El obispo, un gordo santurrón del norte, de Galicia, agarra con firmeza un crucifijo y me conjura a que expulse al demonio, pero nos lo pasamos tan bien los dos juntos que lo adoptó, reniego de él y lo acojo continuamente ; y quiero amarlo y besarlo también en la boca, para que me despierte con un beso lejano y apagado, o bien que con su simple aliento me de un momento de inspiración fugaz para seguir soportando mi existencia, ¡perdón !, mi prisión.
El cura quiere también amarme, amarme sin sensualidad, y eso a mí me sienta fatal. “¿Crees en Jesucristo ?”, me pregunta. Y yo le contestó que en Jesucristo, en la eterna virgen María y en la vida también eterna. Sonríe extasiado, reafirmado en la fe verdadera, metafísica vana, hasta que comprende que lo digo sólo para tener un amigo, que en el fondo Dios está muy lejos y que ya es momento de hablar de nosotros dos. Ocurre que no comprende que estoy sólo, entonces se escandaliza, me acusa de renegar del paraíso y de vivir a la deriva, y yo, para no quedarme atrás, le grito que está blasfemando contra la Tierra.
El siervo de Cristo está enfadado conmigo y hoy no ha querido visitarme. Tampoco yo quiero verlo, tengo orgullo y me siento ofendido por lo pronto que ha tomado confianza hablando mal de Luci y Raquel. ¿Quién se cree que es ? El padre de ella por lo menos tiene el pelo rojo; tal vez, sea tirano en su casa, pero no carpintero.
Otra vez mis prejuicios contra los carpinteros. Una vez, hace tiempo, un carpintero me prometió que mi mesa nunca se rompería, lo que nunca pensó es que yo me haría grande y necesitara otra.
El guardia ha venido en lugar de su santidad, hablamos de mi condena, que es larga y eterna porque pequé contra algo ; en este momento no puedo aventurarme con suposiciones que casi seguro serán falsas, pequé y no hay más que hablar. Los dos nos sorprendemos por vernos encadenados el uno al otro : como un hombre al perro que lleva atado, como el mal y el bien.
En estos días somos algo más que un funcionario y el mueble de la casa. En días así me habla de su mujer, sus dos hijos y su hermano que, luchando con Bolivar, contrajo la sífilis.
No sé qué delito he cometido para pudrirme en estas cuatro paredes. ¿Es un exilio interior, una reclusión forzada o soy un duende que entra y sale sin llamar ?
José, mi carcelero, se confunde cuando le hablo de mi numerosa familia. Una o dos veces me ha advertido de que tiendo a cambiarle el nombre a mi padre, pero cuando me interrumpe es tan discreto que no puedo dejar de alabar su exquisita delicadeza.
En momentos de sinceridad confiesa que no comprende por qué estoy en la cárcel. No fumo desde que antivicio quemó mi plantación de marihuana, no tengo la suerte de acostarme con las mujeres de mis amigos y nunca, de verdad que nunca, se me ocurriría leer la Biblia.
El obispo quiere que me maten, pero antes morirán sus hijos... todos ellos.
Mis prisiones son un remedio para protegerme de dolores mayores, no simples dolores de parto, sino dolores de apestado o la profunda aflicción de un Cristo cualquiera que ha perdido su norte, su fe.
Me obligaron a reconcentrarme, a perderme en mi pensamiento ; luego lo absurdo de su condena me forzó a proscribirme, buscando, quizás, un castigo más dulce.
Necesitaba los olores de mi desierto y, al final, la cárcel llegó a ser una costumbre, hábito obligado.
El olor del indio, el olor a desinfectante, la esencia de Raquel con su fragancia a pureza y decadencia, el incienso que llena la habitación momentos antes de que entre el cura..., todos estos olores se han vuelo tan familiares que, si con patadas y con golpes me expulsaran de mi prisión, sentiría que me habían arrancado el corazón, nada más que un simple dolor de cuello o de estomago. Dolor y humano, demasiado humano.
Mi prisión es un cuarto cerrado, sin puertas ni ventanas ; una vez dentro no se debe salir ni siquiera para almorzar. Mi prisión es un cuarto oscuro, sombrío, gris o negro o marrón, apagado.
Un día decidí encerrarme aquí con todos mis recuerdos, también decidí que en la cárcel no se debía estar tan mal. Los recuerdos los agrupo en tres : por un lado están los referentes a Raquel ; a mi izquierda guardo los buenos y a mi derecha, los malos. Mis buenos recuerdos tienen forma de multitud de amigos. He tenido más de un amigo pero menos de dos. Alguno de ellos en seguida se arrepintió de serlo.
El otro día entró un enemigo a mi cárcel mientras yo dormía muy borracho, todo lo profundo que puedes dormir cuando has bebido, es decir, estaba en inquietante duermevela que me permitía enterarme de todo pero como algo muy lejano, indiferente.
Ese enemigo comenzó a hablar con mi chaqueta, con la chaqueta que me puse en Nochevieja, sobre tonterías y, poco a poco, los recuerdos se agruparon e hicieron un círculo para escucharlos mejor hablar sobre el lenguaje de las manos ; entonces, apareció una niña pequeña con aparato en los dientes, olor a golosinas en la boca y a champú de avena en su negro pelo, quería que él le firmara un autógrafo porque había tenido el honor de violar a una reina malvada. ¿Mala ? ¿Por qué ? Cuando la conocí, yo la encontré encantadora, brillante.
No me aguanté más, me acerqué o se acercó el medio indio y lo matamos entre los dos para que ninguno delatara al otro.
Mi enemigo está muerto, bien muerto. Allí, en el infierno, danzarán felices los nuestros.
Y sé que obre mal, pero como dijo Nietzsche : Si obré mal... nos reiremos ; y cuanto más mal obremos, cuanto más mal obremos, más nos reiremos.
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