viernes, 5 de agosto de 2011

La posibilidad cierta de no recuperar el olor de sus manos despertó a Marcos mucho antes que el despertador

I

Sin embargo, después de que pasara el camión de la basura, y como había prometido, recogió la ropa desparramada por la habitación. No dio la luz, y retiró la mano de él que tanteaba la pared en busca del interruptor. Lentamente se vistió a oscuras. Y cuando se terminaba de calzar descubrió contrariada, como si no entrara en sus planes, la indecisión de él. Tal vez no sucedía así en sus libros de ciencia. O, por el contrario, las despedidas en el cine, en el cine que amaba, dejaban un regusto romántico. Los actores encontraban siempre qué decir, no recurrían a las amenazas de los torpes o
al lloriqueo de los débiles. Tampoco a este silencio inoportuno que se asemejaba a una   suerte de súplica. Porque los dos comprendieron, rayano el adiós, de ahí la contrariedad de ella, la indecisión primero y la pesadumbre posterior de él, que nada había de gratuito en su relación, ya que dejaba una huella, ocupaba un lugar preeminente en la memoria.
Entonces, ella se levantó de la cama, acordándose de las gafas y los pendientes olvidados en el baño. Una despedida ausente, a pesar de ella ausente. Y las actrices del cine que también amaba se desvanecieron. Cuando él, por fin, se decidía a encender la luz, ya cerraba la puerta. Una chaqueta y una falda negra que le cubría los muslos hasta la mitad ; debajo de la chaqueta, una blusa azul ; calzaba zapatos sin tacón.
El agua del baño corría, seguidamente un portazo le indicó que la puerta de la calle acababa de cerrarse ; más allá del cristal de la ventana, definitivamente lejana le llegaba la recogida de basura. También él ausente, acertó apenas a emitir un quejido gutural para descubrirse después vivo. La imagen de ella deambulando por la ciudad, desdichada pero optimista, aterida y tal vez asustada, le conminó a arrebujarse entre las mantas. Sobre todo el frío. A la vez apagó la luz. Durante la cena le había advertido que se marcharía esa misma noche, las justificaciones, las promesas la habían hecho cambiar de parecer, eso pensaba él. Sin embargo, el camión de la basura la había despertado, o ya lo estaba, y ahora acababa de largarse.

II

Las manos de Lucía despedían olores comestibles, a tostada de miel, a veces a café con leche. Sin duda era parte de su encanto o, concretamente, manifestación de su encanto profundo. Por otra parte, Raquel llevaba una colonia fresca y discreta que se confundía y se entremezclaba con su olor natural a mujer siempre recién duchada. La recordaba con el pelo todavía mojado, bien secándoselo con una toalla, bien al sol. Pero nunca del todo seco.
Marcos reflexionaba sobre las manos de Lucía mientras limpiaba con descuido el café derramado en la mesa. Sin leche. Aunque no tan distinto al olor de las manos de Lucía. Buscando inútilmente un olor peculiar de sus manos, exclusivo, terminó por lavárselas. Dejando el desayuno a medias. Pero se reconoció que las suyas adquirían el olor de aquello que tocara, ora a mandarina, ora a limpio y brillante buen vino tinto.
La posibilidad cierta de no recuperar el olor de sus manos despertó a Marcos mucho antes que el despertador. Percibió esa angustia aún más clara en la ducha ; un momento después la acompañaron un sinfín de nuevas y también evidentes pérdidas. Mas la ilusión, ya truncada, de acercar su nariz a las manos de ellas y aspirar con fruición el café con leche, la tostada de miel de romero o de azahar, otros olores que, una vez agudizado el olfato, descubriría,  fue la que se llevó consigo al trabajo.
En otra fantasía parecida, ahora respecto a Raquel, se conformaba con hundir expectante la nariz entre los pechos de ella, donde recordaba haber descubierto un olor a canela. No obstante, esta otra ensoñación, que intentó atraer a su mente durante el paseo que separaba su casa de la oficina, le parecía menos acabada. Y se sintió desgraciado porque en la oficina se tropezaría con Raquel y quizá notara su ligera decepción.
Cómo explicarle que el aroma de Lucía alimentaba mientras que el suyo tan sólo era aromático.

III

Más tarde encendió un tercer cigarrillo. Pero como los anteriores acabó gastándose en el cenicero. La llamada intempestiva le parecería excesiva a cualquiera. Poco después, dudando entre acostarse una hora más, todavía una hora para las siete, o continuar aquél libro que Marcos le había recomendado tan vivamente, recogió un mixto del suelo de la cocina y acercó, fascinada, la llama al pitillo de la boca. Aquellos ojos glaucos, aún legañosos, revelaron disgusto conforme la cerilla se consumía. Recordaba un poco su pelo un incendio ya controlado y quizá ese mixto que se apaga. Finalmente, arrojó la cerilla y el cigarrillo a un cenicero y desordenó la cocina hasta encontrar en el cajón de los cubiertos un mechero. Un vaso de leche, el mechero y el cenicero la acompañaron hasta el salón.
Raquel en seguida olvidó el libro y la hora de sueño, incluso olvidó seguir fumando, aunque no encendiendo cigarrillos. Hasta un tercero que acababa de encender. La hora que separaba la llamada telefónica de este tercer pito la ocupó mordiéndose las uñas. Cualquiera describiría a Raquel como una mujer con estilo, más cerca de los treinta que de los veinte tan sólo llevaba un mes en la ciudad y quince días en el barrio pero al explayarse sobre ella los compañeros de trabajo, el panadero y el fontanero, el acomodador del cine, siempre el cine, no dudaban en adjudicarle durante la conversación el epíteto de elegante. Como si ya exclusivamente a ella le perteneciera.
Así que morderse las uñas quedaba reservado para los ratos de soledad, que en esta nueva ciudad menudeaban. Sin embargo, las uñas romas, las heridas, no podían ocultarse. Pero los hombres veían a una pelirroja de ojos verdes, piel blanca salpicada de lunares en las manos y el cuello, la boca, la sonrisa, amable, distante, tal vez displicente. Pasaría del metro setenta, delgada. Sólo las uñas mordidas y los pies grandes. Aunque no permitía que los hombres se acercaran tanto como para descubrir sus uñas y sus pies. Amen de que a un hombre poco le importan uñas y pies.
El teléfono la despertó de un sueño placentero. Últimamente, casi siempre lo eran. Pero, a la segunda o tercera llamada, paró. Ya se levantaba, ya buscaba la bata, y dejó de sonar. En seguida pensó en Lucia, aunque le parecería descabellada esa idea cuando el oscuro salón se iluminara paulatinamente con las primeras luces del día.
Después, mientras el tercer cigarrillo se consumía en el cenicero, se encaminó al baño, por fin decidida, preparada para otro día de trabajo. Rechazando las sospechas y el temor a que la calma se tornara tormenta.
Hubiera sonreído, alegre, si la habitación, repentinamente, no le pareciese un castillo con sus fantasmas y todo.

IV

Manos para masturbarse, pero no para desabrochar sujetadores. Manos que en siglos olvidados habrían hecho la guerra, pero jamás construirían escuelas.
Todavía Lucia se despertaba empapada si en sus pesadillas reconocía las manos de Marcos que desnudaban su cuello. Y, en este momento, la mano izquierda de aquél jugaba nerviosa con un bolígrafo y la diestra tamborileaba en la mesa como siguiendo el ritmo de la canción que sonaba en la radio.
Curiosamente, el fijarse en sus manos llegó como consecuencia de la persistencia de él en contemplar, acariciar, olisquear las de ella constantemente. Le parecieron, desde luego, rudas, amen de inquietantes.
Raquel apagó la radio y, sentándose encima de la mesa, entre Lucia y Marcos, se interesó por saber su opinión acerca del último informe.
Envidiando su forma tan natural de cruzar y descruzar las piernas, Lucia participó del examen visual al que la sometían, Marcos y Alberto, excesivamente atildado, recién salido de la facultad de derecho. Como insignificante venganza se detuvo en las manos de ella, comparaba las uñas roídas de la otra y las suyas, largas y pintadas de un rojo bermellón. No se engañaba, sin embargo, ninguno de aquellos dos hombres que en otro tiempo la quisieron y agradecieron sus largas uñas que, imaginativas, habían dibujado figuras geométricas en sus espaldas desnudas, se detendría jamás a admirar unas uñas. Así que se decidió a buscar en la mirada de ellos el lugar exacto donde comenzaba la exploración. Las piernas de veinte largos diarios, interminables ; el vestido, que en la mesa y al cruzar las piernas, se había subido hasta la mitad de unos muslos enfundados en medias negras. La chaqueta negra, arrojada de una manera deliberadamente descuidada sobre la mesa al poco de que los llamara a su despacho, daba la edad exacta de Raquel. Y también parecía más eficiente y responsable. Y eso habrían visto los jefes que minutos antes de que llamara a Alberto, Lucia y Marcos la escuchaban en silencio, asintiendo de vez en cuando con la cabeza. Pero cuando éstos se fueron había dejado la chaqueta sobre la mesa y al desabotonarse los dos primero botones de su blusa blanca parecía nuevamente más joven que todos ellos, que Alberto, todavía en prácticas, o que Marcos y Lucia, no más de veinticinco años.
Lucia, siempre guiada por los ojos de ellos, se fijó en el cuello desnudo y la larga cadenita de plata que ocultaba la blusa. No sin delectación descubrió de repente y a la vez que su ropa interior se asemejaría a una catedral barroca, excesiva y rica, profusa en laberintos y meandros y también que los hombres quizá lo adivinaran antes incluso de saber su edad, nombre o champú, bien de avena, bien de algas.
Además advirtió que aquellos hombres estaban acostumbrados a estudiarla. Porque mientras pensaba en braguitas inverosímiles el examen de Marcos y Alberto había concluido en su pelo rojo. Como el de Gloria Grahame en Los Sobornados. Tan triste a veces como sólo el atardecer del abandonado puede serlo.
Después de haber espiado y desnudado y violado a aquella mujer del norte, la camaradería de los tres fisgones desapareció. Para dar paso a una rivalidad manifiesta, de macho agresivo, entre Marcos y Alberto ; y un afecto inesperado hacia la víctima por parte de Lucia quien, horrorizada, vigilaba la mano izquierda de Marcos, ya que éste acompañaba cada sugerencia con un leve roce en la mano o apoyaba su mano caliente en el hombro de Raquel. Tosca, amenazante ; mano para masturbarse, nunca para desabrochar un sujetador como un milagro del pan y los peces.

V

No disfrutaba en absoluto haciendo daño a Raquel. En absoluto. Por eso, se arrepintió mientras almorzaba de haberle explicado su parecer sobre la distinta naturaleza de los olores que distinguía en Lucia y ella.
Aunque los ojos le brillaban todavía, húmedos de la risa, tal vez no, Marcos la veía ensimismada, destrozándose las uñas. Él compartía mesa con Lucia y Alberto. Consideraban a Raquel su jefe y, si bien esa consideración no impidió tanto a Alberto como a Marcos despertar entre sus sábanas y utilizar su pasta de dientes, en la hora del almuerzo se había extendido la costumbre de no comer juntos. Por otro lado, los jefazos consideraban a Raquel como una subalterna, así que se sentaban en otra mesa. Mientras ella, en tierra de nadie, llevaba unos minutos que se debatía entre reír amargamente o llorar. Pero estas oscilaciones y dudas sólo se enfrentaban en sus ojos y para quien la conocía en la forma de morderse las uñas.
Al principio picoteaba como un pajarillo : observaba fijamente el dedo elegido y tras mucho pensarlo acercaba la boca a una uña ya roída. Después, el morderse las uña se hizo más continuado y Marcos pensaba si sólo él se daba cuenta de que acabaría por arrancarse un dedo.
Maldijo su poco tacto. Pero sinceramente creyó que no importaba que le hablara de las manos de Lucia y de las suyas. Porque Lucia lo había abandonado y pensaba que al llegar a la oficina y encontrar a Raquel sonriente, fresca y un poco distante, añoraría lo familiar que emanaba de la primera. Empero, nada de esto había sucedido : vio a Raquel, la deseó como siempre y coligió de este deseo, semejante al que sentía por las actrices francesas de la nueva ola, que las comparaciones sólo se debían a que tenía demasiado tiempo libre para elucubraciones.
Quiso explicarle esto a Raquel, que la deseaba más hoy y que buscaría otros olores, igual que había encontrado la canela de sus pechos. Pero, o bien no se explicó o ella había pasado una mala noche, ya que los ojos parecían reír pero las uñas comenzaban a sangrar y ella sacaba un pañuelo blanco del bolso y se limpiaba la sangre a conciencia.
Aunque, claro, Marcos no quiso hacerle daño.

VI

La niña que en otra época llevaba, día sí, día también, mercromina en las rodillas y arañazos innumerables en sus largas y huesudas piernas no encontraba qué hacer con las manos. Probó cruzarse de brazos, apoyarlas en las caderas, llevárselas al pelo y a la boca. Finalmente, sostenida la espalda en la puerta abierta, la ira en el rostro ; y las manos que amplificaban un enfado que arreciaba cada vez que Marcos, en el pasillo de la escalera, insinuaba aquella sonrisa de cachorro abandonado. La posición de las piernas de Raquel, implícitamente, negaban a éste la entrada al piso.
La sonrisa untuosa, que confundió con aquella otra de cachorro abandonado hasta que advirtió su borrachera, no se le borraba de la cara. A pesar de las piernas que niegan la entrada, la cólera en el rostro y la certidumbre de que está vez no valen disculpas ni esa risita, continuaba allí y continuaba la sonrisa.
Qué extraña encontraba ahora la escena. Tampoco sabía que decir. Como si los héroes de las películas que aprendió a amar le hubieran abandonado ; como si de nada sirvieran pretextos ni circunloquios, el plan previamente trazado. Juzgaba a esa mujer decidida, por fin ajena a los juegos que tramaban Marcos y Lucía.
Sin embargo, Raquel traía prendida en el alma la indecisión. Indecisión oculta en el trabajo ; chaqueta y gafas bastaban para ocultarla. Pero ahora el pelo alborotado, el carmín corrido, una manera negligente de vestir la bata le quitaban toda determinación.
No obstante parecía firme, impidiendo su entrada, exhibiendo un enfado que un observador acostumbrado a mirar más hacia fuera que hacia dentro llamaría mejor irresolución.
Como Marcos apenas se fijaba en la vida alrededor, no prestaba atención a quien le hablaba, ni recordaba barrios o tiendas, es más, la periferia le parecía una oquedad necesitada de que la llenara de su mundo íntimo, insinuó un gesto y sin borrar esa sonrisa asquerosa ni descubrir vacilación en ella comenzó a bajar las escaleras de dos en dos.
Raquel continuó apenas unos segundos apoyada todavía en la puerta. Aunque ese instante se le llenó de imágenes de una niña bañándose en un río del norte, trepando a los árboles y comiendo ciruelas. Alberto esperaba desnudo en su dormitorio y, aún no sabía porqué, se sintió a los ojos de Marcos como ante el confesor de su pueblo cuando niña con cardenales y rasguños en sus largas y huesudas piernas.
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