Veo imágenes de libios en la calle celebrando la inminente caída del Dictador, pasan unos minutos y en televisión dan otras, estas de noruegos homenajeando, con música o en silencio, a sus víctimas. La presentadora repite (no lo repite más de una vez por noticia: pero han pasado la noticia por lo menos cinco veces en una hora) que Noruega ha decidido que el crimen no derrotará su “sociedad multicultural”.
El término “multicultural” o la “alianza de las civilizaciones”, que utilizó nuestro (falta poco) ex presidente Zapatero tiene una historia larga: en primer lugar, la de la distinción entre “cultura” y “civilización” que hicieron los alemanes (en el Romanticismo, antes que los nazis llegaran al poder, los alemanes ya despotricaban de la "civilización decadente" ): la “civilización” es universal, no puede existir tal “alianza de civilizaciones” porque formamos una civilización todos los humanos; la “cultura”, en la acepción alemana (que la opone a la “civilización” francesa) es local, primaria, viene desde el principio de los tiempos y es lo que nos separa: hablar de sociedad multicultural es decir que existen unas culturas estanques que no se rozan unas con las otras.
En 1986, Denys Arcand escribió y dirigió El declive el imperio americano (Le déclin de l'empire américain), donde un grupo de profesores del Canadá francófono hablan sobre sexo y amor. Una de ellos ha publicado un ensayo estableciendo paralelismos entre el momento en que vive y el Bajo Imperio Romano. El concepto de felicidad, por ejemplo. La decadencia de una civilización se ocasiona cuando el hombre antepone la búsqueda del placer, el individualismo, a los deberes colectivos.
En 2003, Arcand retoma las andanzas de sus personajes. Han pasado diecisiete años, ahora se habla de la muerte. Tanto de la muerte física del protagonista como la de un mundo occidental (escribiré pronto sobre a obra de Georges Corm sobre “Europa y el mito de Occidente”) que se derrumba. Ha ocurrido el 11-S y los bárbaros ya han llegado a Estados Unidos, a Canadá y, por supuesto, a Europa. Como de una destrucción de la nueva Roma por los godos de Alarico, así se nos presenta el atentado.
El protagonistas de Las invasiones bárbaras (Les invasiones barbares), un intelectual de inquierdas de los sesenta, se revuelve contundente. Rechaza que el Islam haya producido algún logro para la civilización. Postura similar a la que mantuvo Oriana Fallaci o a la de un personaje egipcio de Plataforma de Michael Houellebecq. Éste personaje recuerda que antes de la conquista musulmana, su pueblo había construido las pirámides, era admirado y reconocido; después, nada, lugar de recreo para que turistas occidentales contemplen la brillante civilización anterior al Islam.
Tanto a Oriana (gravemente enferma de cáncer, así que poco le pudo importar, es más, en La fuerza de la razón lo intuía) como a Houllebeck los denunciaron por difamar el Islam, los dos fueron absueltos en Francia, aunque la escritora italiana tenía pendiente una demanda en su país y fue condenada en ausencia en Suiza. Pueden considerarse afortunados, nadie los asesinó como a Theo van Gogh.
La civilización viene de Grecia y Roma, continúa en el Renacimiento y la Ilustración, y los logros del liberalismo en el siglo XIX y la socialdemocracia en el XX. ¿Qué pueden tener en común la razón y el dogma religioso? ¿En qué plano pueden dialogar? En todo caso, entendería que cristianos y musulmanes y judíos hablaran sobre las diferencias y semejanzas de sus diversos dioses: no se trata de elegir entre los tres dioses sangrientos y sus barbudos y poco atractivos profetas…
Sin embargo, la prensa europea, y sus políticos en general, tienen miedo a cualquier crítica a los musulmanes: como las caricaturas europeas o la quema de coranes en Estados Unidos. El miedo físico, que todavía no se ha ido. A pesar del aumento importantísimo de la islamofobia en Europa y en Estados Unidos, como dejaba claro en una columna Arcadi Espada, “no existe una yihad católica”. ¿Fanáticos católicos? Muchísimos. Pero por muchas veces que se utilice la palabra “recristianización” en cada viaje del Papa no veo yo a un cristiano volándose y volando con él un autobús de pasajeros de religión mahometana. Lo más parecido a una gran parte de los musulmanes de hoy son los cristianos de la película de Amenábar sobre Hipatia de Alejandría: allí los cristianos, de negro y con barbas, son primo hermanos de Jomeini y los suyos. Y piensen los siglos que han pasado. A veces algún fundamentalista cristiano asesina algún médico abortista: pero en ese caso no es tan inimaginable que la "alianza de civilizaciones" se convierta en "alianza de religiones" y se unan todas las sectas.
El anticlericalismo, incluso la irreligiosidad, forman parte vital del arte y de la evolución europea. En el siglo XII se produce la “lucha de las investiduras”, entre el poder temporal del Imperio y el espiritual del Papado. No es una lucha que se resuelva en un día, pero poco a poco los reyes consiguen limitar la injerencia del Papado en asuntos públicos, llegando con la Revolución Francesa casi a su fin (menos en España, que después de un esquizofrénico siglo XIX, donde se intenta escapar de la tutela de la Iglesia, nos encontramos en el XX, durante la larga dictadura franquista, con una reaparición al primer plano de la religiosidad, en un régimen nacionalcatólico). Los musulmanes se quedaron en la época de las cruzadas, con las leyes políticas y las religiosas confundidas, como si fueran lo mismo. No es de extrañar que cualquier disensión política se considere como una herejía. Para entendernos, no tuvieron a Erasmo, ni la Reforma, ni la Ilustración: la política necesita de sanción religiosa. Nada hay en ningún hombre que le impida pasar por estos procesos, ni saltarse unos para llegar a la misma meta, pero para ello siempre es necesario, sino la desaparición de la religión, por lo menos que se trate de una religiosidad interior a la manera de los erasmistas.
Así que no puede resultar más bochornoso el espectáculo de periodistas, políticos e intelectuales llamando a la autorregulación o a la autocensura (cualquier cosa que empiece por auto les vale), intentando convencer o autoconvencense (el dichoso auto) de que si escriben esto y no lo otro es porque tienen un claro sentido de la responsabilidad.
En Holanda (una de las ventajas de vivir en un país civilizado) es que alguien tan repugnante como Geerts Wilders pueda ser absuelto o que el pastor protestante Terry Jones queme el Corán sin que suceda nada (en Occidente, claro, en Pakistán y Afganistán hubo brotes de histeria asesina).
Porque precisamente la libertad de expresión, y en ningún sitio mejor que Estados Unidos (ni tan siquiera en Europa), puede consistir en coger con la mano derecha quemar la Biblia, con la izquierda el Corán y si te sobra lumbre la bandera de Estados Unidos.
La libertad de quemar una bandera, por cierto, que no se da en España, donde si está tipificado como delito de injurias.
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