«En absoluto, nunca he sentido la
soledad de Azaña y Suárez», respondió el Presidente cuando lo compararon con el
Último y el Primero.
No padece el presidente «la
soledad del corredor de fondo», se encuentra cómodo entre homenajes y toma de decisiones
que en unos meses el PP borrará de un plumazo, pero qué larga se hace esta innecesaria
espera hasta finales de noviembre, y qué desesperados los esfuerzos de los
socialistas para transmitirse entusiasmo (en el PSRM bastante tienen con no
despedazarse o asumir el papel del clown).
Representa el Presidente la
clásica figura norteamericana del lameduck (últimos meses de mandato de un presidente que no repite) y España una
marxiana Freedonia donde unas comunidades autónomas se declaran insumisas,
otras indignadas y se ha generalizado la sospecha de que en Bélgica (casi
quinientos días sin Gobierno) se vive mejor porque aquí la casta ya ha
exprimido todo el jugo (televisiones públicas: 1.300 millones de euros;
diputaciones: 5.000 millones; Senado: cuánto cuesta y para qué, se pregunta en El País César Molinas y nos preguntamos
cada vez más españoles) y no nos decimos «en el último trago nos vamos» como
nuestro referentes, soviéticos y yugoslavos, porque las Olimpiadas y el oro en
Londres se divisan en el horizonte.
¿Para qué tanto político y su
corte de honor?
Recordamos algún discurso de
Azaña, el «gesto» de Suárez, pero qué quedara de este Presidente que habla
constantemente de sus sentimientos, tanto sentimiento que parece arrancado de
una comedia de Jennifer Aniston e introducido a la fuerza en una España
neorrealista.
Por algo sí nos acordaremos del
Presidente… y hasta le mostraremos gratitud. En estos ocho años el hartazgo
hacia la clase endogámica hace inevitable una reforma en profundidad del
sistema de partidos, una legislatura cuya consecuencia (imprevista) será dar la puntilla necesaria a la actual
democracia.
Requiescat in pace (1977-2011).
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