Escribía el conservador Samuel Johnson que el patriotismo es el último refugio de los canallas. Más cercanos en el recuerdo los conciertos de La Polla y la consigna de «un patriota, un idiota» que coreábamos a grito pelado como los adolescentes que éramos. Pensábamos sobre todo en las guerras, donde jóvenes pobres matan a otros jóvenes pobres mientras se enriquecen precisamente los canallas de Johnson. Queríamos ser como Rick Blaine en Casablanca: borrachos (lo que no fue tan difícil) o ciudadanos del mundo (para eso se necesitaba valor o dinero). El nacionalismo español, ese preguntarse continuamente por el ser de España, nos asfixiaba.
Recordaba todo esto el domingo 7 mientras presenciaba una Jura de bandera civil en Caravaca. Fueron cientos los ciudadanos que disfrutaron de la misa, el beso a la bandera y las marchas militares en una ceremonia que a mí me dejó frío porque me pasa como a Brassens, que la música militar nunca me supo levantar. Sin embargo, el patriotismo es una fuerza de progreso y de integración en países como Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, todos ellos más avanzados que España. Para las personas de mi generación (principios de los ochenta, finales de los setenta) el patriotismo, o su cara menos amable, el nacionalismo, hedía a franquismo, a «a mí Sabino que los arrollo», a batallita de abuelo. Pero jurar la bandera es también jurar la Constitución de 1978 y los valores que la informan y que compartimos la mayoría: por eso se encontraban en el acto, junto a los ciudadanos que le daban su auténtico sentido, representantes de los dos principales partidos nacionales: el PSOE y el PP.
En un país tan dividido como el nuestro más valdría no abusar del patriotismo en política. El Partido Popular no puede arrogarse la exclusiva representación de España, pero algunos dirigentes socialistas debieran desechar esa idea de que hay nacionalismos buenos (a saber, el catalán y el gallego) y otros malos como el español. O todos o ninguno.
Recordaba todo esto el domingo 7 mientras presenciaba una Jura de bandera civil en Caravaca. Fueron cientos los ciudadanos que disfrutaron de la misa, el beso a la bandera y las marchas militares en una ceremonia que a mí me dejó frío porque me pasa como a Brassens, que la música militar nunca me supo levantar. Sin embargo, el patriotismo es una fuerza de progreso y de integración en países como Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, todos ellos más avanzados que España. Para las personas de mi generación (principios de los ochenta, finales de los setenta) el patriotismo, o su cara menos amable, el nacionalismo, hedía a franquismo, a «a mí Sabino que los arrollo», a batallita de abuelo. Pero jurar la bandera es también jurar la Constitución de 1978 y los valores que la informan y que compartimos la mayoría: por eso se encontraban en el acto, junto a los ciudadanos que le daban su auténtico sentido, representantes de los dos principales partidos nacionales: el PSOE y el PP.
En un país tan dividido como el nuestro más valdría no abusar del patriotismo en política. El Partido Popular no puede arrogarse la exclusiva representación de España, pero algunos dirigentes socialistas debieran desechar esa idea de que hay nacionalismos buenos (a saber, el catalán y el gallego) y otros malos como el español. O todos o ninguno.
1 comentarios:
El nacionalismo es una ampliación emocional del familiarismo, según entiendo. Respetas vínculos, mimas lazos, recibes apoyos y sientes cercanías. Quien sienta la familia como una trinchera, apañado va.
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