miércoles, 2 de febrero de 2011

Vidas infames de Richard L. Kagan y Abigail Dyer


"Fuele dicho que en este Santo Oficio se acostumbra a prender persona alguna sin bastante información de haber dicho, hecho y cometido, o visto hacer, decir y cometer a otras personas, alguna cosa que sea, o parezca ser contra nuestra santa fe católica...". Tras la detención, en la que no se le acusaba de cargo alguno, y después de que respondiera a las preguntas de los inquisidores, se le decía alguna frase como la que encabeza el texto; entonces, con el miedo en el cuerpo (aunque probablemente imaginando el por qué de la detención), relataba su historia. Más tarde, los inquisidores le explicaban todas las acusaciones pero sin nombrar a los acusadores (el preso podía intentar adivinar y, si con suerte lo hacía, arguir que tenían algo contra él). A todo esto, si salía libre, se le obligaba a que no contara nada de lo visto y oído en la cárcel de la Inquisición.

Para Tomás y Valiente este secretismo era lo que le confirió tanto poder a la Inquisición e hizo que la gente tuviera tanto miedo, al no saber exactamente. De esta opinión son también Richard L. Kagan y Abigail Dyer en sus Vidas infames. Herejes y criptojudíos ante la Inquisición, ya que, señalan, las torturas probablemente fueran menores que las de cualquier otro Tribunal: no podía haber sangre ni durar más de una hora; estaba prohibido espiar a los detenidos (aunque no siempre se cumplía).
Los dos historiadores escogen el relato ante la Inquisición de varias personas en cierto sentido representativas de la España de los siglos XVI y XVII pero advierten que no se puede extrapolar. En primer lugar, porque se han perdido gran cantidad de archivos por lo que se recogen de unas zonas concretas; en segundo lugar, como el lector podrá disfrutar, porque algunas de estas historias son muy singulares. Estas memorias pueden o no ser ciertas: hay que tener en cuenta que el género memorístico o autobiográfico no es como lo entendemos en la actualidad, y también que los juzgados, conforme pasaban de una audiencia a otra, conforme creían entender qué quería la Inquisición, modificaban su historia. Si no fuera por el coste en vida, alguna de las explicaciones que dan: la circuncisión, un pene que desaparece, por qué no se ayuna... resultan muy divertidas y sorprende en algunos casos como un analfabeto como Diego Díaz pudo salir tan bien parado; o el caso de Miguel de Piedrola, al que las Cortes propusieron como Primer Profeta del Reino; o el de Elena/Eleno de Céspedes. Sexualidad, raza, nación... en cierto sentido, a pesar de las identidades cada vez más exclusivas: cristiano viejo, católico, heterosexual, muchas personas vivieron en los límites... con mejor o peor fortuna.
No es un libro para conocer la Inquisición, sino para pasar un rato entretenido escuchando hablar a los marginados del Siglo de Oro.
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