Al recoger el Oscar por su documental sobre la mafia de Wall Street, Inside Job, el directo señaló: «Perdónenme pero debo de empezar apuntando que tres años después de la horrible crisis financiera causada por el fraude, ningún ejecutivo ha ido a la cárcel y eso está mal». Documentalista de izquierdas que ya retrató hace años la ineptitud de los Rumsfeld, Slocombe (uno de mis villanos favoritos) y Bremer en la invasión de Iraq, habla sobre una crisis que arrodilló a los políticos y que no tuvo consecuencias para los culpables en ninguna parte del mundo excepto Islandia.
Lourdes Benería y Carmen Sarasúa (Crímenes económicos contra la humanidad) recuerdan que solo este país persiguió penalmente a los responsables de la crisis y dejó que sus bancos se hundieran.
El problema sin embargo (condenas a parte) es que la crisis ha empequeñecido a los políticos, tanto que asemejan enanos: durante años el Mercado les persuadió que no necesitaba leyes, que se bastaba y sobraba para regularse; al menor atisbo de crisis, entre el chantaje y el lloriqueo, lograron que Papá Estado (más bien Mamá Estado) acudiera a su auxilio. Cuando escampaba la tormenta, convencieron nuevamente al Estado (da igual la manera en que se apellide) que eran capaces de regularse y, además, primaron su propia incompetencia mientras ciudadanos perdían piso, trabajo, salud…
Ciudadanos que son votantes; que comprenden poco a poco que el sufragio no importa. Valcárcel, Rajoy, Obama, no gobiernan, lo suyo no es poder, tan solo apariencia, puro humo. («Si los ciudadanos se abstuvieran podrían elegir mañana, es decir, no votar hoy significa poder elegir mañana», señaló en Murcia García-Trevijano).
La táctica de la casta política acabará conduciéndola al harakiri. Desde lo alto, como Fermín de Pas a los vetustenses, observamos su caída. Si el confesor de Ana Ozores los ve como insectos a sus feligreses; nosotros como patos mareados a nuestro políticos, sabiendo que la cuenta del incendio se la exigiremos a ellos si no se rebelan ante el diktat del Mercado.
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