Dejad de lloriquear, se titulaba aquel ensayo de la alemana Meredith Haaf (Alpha Decay), y me he descubierto en las últimas semanas repitiendo para mis adentros la frase más veces de las que me gustaría.
La pronuncio en voz alta, “dejad de lloriquear”, a los rostros que aparecen en televisión; otras, las más, a aquel, “dejad de lloriquear”, que lo hace (llorar) en las redes sociales.
“Sobre una generación y sus problemas superfluos”, ese es el subtítulo del ensayo de Meredith, pero los obstáculos nuestros -los de mi generación, los de la anterior y los de la alemana- no son sin embargo baladís.
Si un vicio ha añadido la nueva a la vieja política (queno anda escasa de vicios, más que de vicios, de delitos), es el llanto.
Y lo único seguro es que la llantina no será la solución a los problemas si estos son de índole política; y la llantina a los electores, con el tiempo (tras un piadoso “qué malos son los otros”), solo conseguirá irritarlos o alejarlos.
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