Como arrastrando los pies, cabizbajos, así nos asalta la primavera cuando cumplimos años y reconocemos en los versos del poeta la realidad: «Envejecer, morir, es el único argumento de la obra». Proliferan los bailes, las reuniones… sobre todo, los reencuentros. Atisbamos en el rostro del amigo que dejó de ser, del que regresa por unos días a los hábitos de siempre: café, copas, unas risas, nuestra propia decadencia. Sobre todo los que tenemos por costumbre rehuir los espejos.
La vida es una madrastra que poco enseña y exige mucho, demasiado. El delegado de la clase, el gracioso del curso, el narco de parque o la reina del instituto se confunden en la memoria cuando frisas la treintena. «Fui yo quien hizo eso o fue aquel otro», dudas, y repites una anécdota tantas veces que confirmas aquellas coplas de «cualquiera tiempo pasado fue mejor». Adultos con el síndrome de Peter Pan, condenados a una adolescencia perpetua donde no se exigen (ni se quieren) responsabilidades, acostumbrados a la comodidad que se trabajaron generaciones anteriores sin recapacitar en que, probablemente, la nuestra viva peor que aquellas. Indiferentes en nuestra mayoría, nos define Eusebio Megías («son contrarios a la preocupación por estar al tanto de la actualidad; rechazan estar interesados en encontrar una forma de participar; y tampoco creen que sea posible informarse, por la manipulación interesada de los medios. Sin embargo, tampoco critican esta manipulación; ni se oponen o critican a las ONGs; simplemente no les interesa lo que se traigan entre manos», pronto engrosaremos las filas de los apolíticos. Ni queremos épocas revolucionarias ni vivimos el tiempo de los rebeldes, como defendía Camus. Sólo trasegamos licores baratos, garrafón, en una parodia de nuestra mocedad y tal vez tarareamos a Silvio mirando un rostro de mujer que alguna vez amamos: «Y cómo pasa el tiempo, que de pronto son años, sin pasar tú por mí».
La vida es una madrastra que poco enseña y exige mucho, demasiado. El delegado de la clase, el gracioso del curso, el narco de parque o la reina del instituto se confunden en la memoria cuando frisas la treintena. «Fui yo quien hizo eso o fue aquel otro», dudas, y repites una anécdota tantas veces que confirmas aquellas coplas de «cualquiera tiempo pasado fue mejor». Adultos con el síndrome de Peter Pan, condenados a una adolescencia perpetua donde no se exigen (ni se quieren) responsabilidades, acostumbrados a la comodidad que se trabajaron generaciones anteriores sin recapacitar en que, probablemente, la nuestra viva peor que aquellas. Indiferentes en nuestra mayoría, nos define Eusebio Megías («son contrarios a la preocupación por estar al tanto de la actualidad; rechazan estar interesados en encontrar una forma de participar; y tampoco creen que sea posible informarse, por la manipulación interesada de los medios. Sin embargo, tampoco critican esta manipulación; ni se oponen o critican a las ONGs; simplemente no les interesa lo que se traigan entre manos», pronto engrosaremos las filas de los apolíticos. Ni queremos épocas revolucionarias ni vivimos el tiempo de los rebeldes, como defendía Camus. Sólo trasegamos licores baratos, garrafón, en una parodia de nuestra mocedad y tal vez tarareamos a Silvio mirando un rostro de mujer que alguna vez amamos: «Y cómo pasa el tiempo, que de pronto son años, sin pasar tú por mí».
1 comentarios:
Pero Piter Pan por lo menos tenía la inquietud de la aventura, el adolescente(el que está enfermo, el que adolece) hoy en día está contagiado con la peor de las epidemias la apatía con la que se siembra un futuro de depresión , de tristeza cuando a partir de los cuarenta sea consciente que siempre se ocupó únicamente de ver la vida pasar. Todo está hecho sin esfuerzo, nada queda por hacer aunque inevitablemente lo que no avanza retrocede, o se estanca hasta pudrirse.A cada época de la Historia corresponde una manera de pensar,siempre tocará un momento o de luces o de sombras.
Es muy ineresante lo que cuentas .
Un saludo Jaime.
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