jueves, 11 de junio de 2009

La relación entre arquitectura y filosofía

Cuando contemplamos una obra arquitectónica, una catedral por ejemplo, al admirar su estilo, bien barroco, bien gótico o cualquier otro, nos preguntamos qué hombre ha hecho esto. Si recorremos con la mirada la bóveda, el altar, las columnas, etc., tal vez logremos responder a esta pregunta y las que son consecuencia de ella. Descubriremos en algunos casos al arquitecto como alguien pragmático y en otros a un artista que porfía en la búsqueda de la belleza. Compartirán nuestro paseo por la historia de la arquitectura aquellos que crearon un espacio habitable donde refugiarse de tantas preguntas sin respuesta, aquel para quien (nos recuerda su obra) todo es desorden y confusión y, por supuesto, quien en la perfecta simetría de las líneas, en el equilibrio de las formas intenta emular la invisible armonía de la Naturaleza. En fin, una mención sucinta a las diversas escuelas y corrientes filosófica a través de la historia aparecen en nuestro recorrido por la arquitectura el positivismo, apolíneos y dionisiacos, la angustia existencial...


No es de extrañar, entonces, que en un principio (mejor, en el principio del pensamiento occidental, la Grecia Clásica) Aristóteles entendiera la arquitectura como el conjunto de bienes que el legislador ha de procurar a la ciudad. Ulteriormente, filósofos tan alejados como Nietzsche, Heidegger o Hegel retomarían el tema de la arquitectura y la filosofía. El entendimiento del mundo como un eterno retorno; lo que en un pasado reciente desaparece y se cree definitivamente enterrado regresa con fuerza una o dos generaciones después. Los distintos estadios de la historia ejemplifican esto: a la Grecia Clásica se le opone el Imperio Romano, para regresar a los orígenes clásicos en el Renacimiento. La aparición, la caída y el posterior resurgimiento, ya sea en forma de parodia (como apuntaba Marx que se repetía la Historia), ya mejorando el pasado gracias a la lección de los errores, de las civilizaciones se encuentra en la filosofía, los descubrimientos y las supersticiones, pero de una manera clara se manifiesta en las bellas artes y, más concretamente, en la arquitectura : Bastaría visitar las catedrales, las estatuas, la pintura de la Reforma y la Contrarreforma para distinguir la distancia entre una mentalidad y otra, el pensamiento que las alumbró.
La arquitectura, por añadidura, no nos ayuda a comprender tan sólo la idiosincrasia de un país o de una época determinada. Heidegger ve la casa de uno como el lugar donde cobran forma nuestros gustos y disgustos, nuestros hábitos y aversiones. Nuestras pasiones e indiferencias. Que, por supuesto, impregnan la casa. Un castillo escocés está siempre habitado por un fantasma. Pero ese fantasma nos resulta increíble en un apartamento en la Quinta Avenida junto a un Burger King. Manderley en Rebeca y Xanadú en Ciudadano Kane cobran tanta importancia que en otros escenarios la película se resentiría.
Aunque estos ejemplos puedan parecernos demasiado lejanos, cualquier objeto que esté en contacto nuestro acaba por llenarse de nuestro carácter; como si cobrara vida. Al igual que un perro, si su amo es animado, también él estará alegre todo el día, parece como si ciertas construcciones hayan heredado de sus dueños el carácter. Percibimos en seguida que en tal dormitorio no duerme nadie: nos sentimos, si cabe, más solos. Y no tiene que ver únicamente con la decoración (aunque también hace). En cambio, ciertos lugares ayudan a crear un instante de magia. De ahí que parejas en crisis busquen un rinconcito donde reconciliarse. A veces lo encuentran, momentáneamente, en una casa donde no falta nada para ser feliz. Como si parejas afortunadas que antaño la habitaran, hubieran pintado las paredes con su dicha.
Y qué decir de la casa donde nacimos. Ahora quizá no tanto. Pero cuando generación tras generación nace y muere en la misma casa va dejando su huella en cada piedra. La arquitectura, entonces, es un modo de expresión. Como diría Hegel, ha de expresar al espíritu.
Sin embargo, en el siglo XX con frecuencia hemos tropezado con un arte deshumanizado. Los futuristas italianos, en su defensa de este arte nuevo, preferían un automóvil al David de Miguel Ángel. En España, los vanguardistas declararon la guerra al claro de luna. Y, quien en pleno auge de los fascismos (también adalides de este arte deshumanizado), acudiera al cine para ver Metrópolis de Fritz Lang no acertaría a sospechar cuán cotidiana es hoy esa ciudad para madrileños, neoyorquinos o mejicanos. Ciudades así favorecen el desarraigo, no soy de aquí ni de ningún sitio, favorecen la mediocridad, la aparición de hombres grises.
Junto al arte deshumanizado, encontramos en algunos arquitectos de hoy una perversión del gusto que consiste en ignorar que una nueva construcción no ocupa un espacio virgen: está rodeada de bloques de pisos, de jardines, de catedrales que ganan cuando se las contempla desde la distancia. Un buen arquitecto buscaría el modo de mejorar el paisaje, de añadirle algo. Sin embargo, no ocurre así, se desprecia la creación anterior, como si todo fuera secundario respecto a su obra. El famoso moneo de Murcia. Aunque también hay excepciones: cuando se construyó la Torre Eiffel, la mayoría de los parisinos la motejaron de monstruo. Ahora París no sería París sin la Torre Eiffel.
El nihilismo del que alertaba Nietzsche ante la pérdida de los valores tradicionales y la imposibilidad de la mayoría de sustituirlos por otros cobró realidad en el siglo XX (y por lo que parece amenaza con quedarse en el XXI). El siglo que ahora termina ha padecido dos guerras mundiales, la bomba atómica, el sida, los campos de concentración; ha probado todas las revoluciones, en su búsqueda del paraíso en la Tierra, y todas han fracasado, algunas dejando constancia de su vileza ; el relativismo se ha enseñorado del pensamiento ; el hombre ya no se mira en el espejo de Prometeo, sino que emula a Hamlet. Así que tampoco se nos puede pedir que construyamos pirámides, catedrales o palacios. Ni el Escorial, el Arco del Triunfo o la Sagrada Familia. Nos falta grandeza; también fe para creer perdurar en nuestras obras.
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