En la Apología de Sócrates, este filósofo ateniense sostiene que es preferible recibir una injusticia a cometerla. También Jesús dijo aquello de poner la otra mejilla. El uno creía en los dioses y el otro afirmaba ser el hijo de Dios. Es decir, los dos pensaban que al hombre bueno, al hombre virtuoso, ningún mal puede ocurrirle.
Sin embargo, en este descreído principio de siglo, la otra vida, el paraíso, el más allá o como quiera llamársele, aparece desdibujado, velado para la inmensa mayoría de nosotros... si es que aparece de alguna manera. Esta pérdida de valores no es nueva, me dirán. Ya Nietzsche alertaba, hace un siglo, del riesgo de caer en el nihilismo; y Dostoyevski, unos años antes, retrataba espléndidamente a un nihilista en Los hermanos Karamazov o Los poseídos. Lo novedoso en este nuevo siglo es que ya no son unos pocos (aquellos que tenían el pan y algo más garantizado y, por ello, podían disertar de lo divino y lo humano) quienes han caído en este vacío. Ahora el ocio cotiza en bolsa, y hombres y mujeres sacan tiempo de donde sea para hacer footing, recoger setas, escribir sus memorias o quemar el monte; entonces no sorprende que intentemos conocernos : saber (si la hay) nuestra finalidad.
La religión convenció a muchos de nuestros padres y abuelos (otros quisieron un paraíso en la tierra y los demonizaron o, simplemente, los asesinaron). El cristianismo, por ejemplo, les regaló las bienaventuranzas: ese paraíso para los pobres, los humildes, los justos y buenos, y, quien las aceptó, quizá mirara al explotador, al amo, calculando lo difícil que lo debe de tener un camello para pasar por el ojo de una aguja. ¿Por qué no creer en la religión (cualquiera) en un dios o cien mil dioses si personas tan sabias como Sócrates, San Agustín o Platón lo hicieron?
Pero también quienes recordando las miles de muertes sin sentido (no utilizaremos el inocentes) piense con razón que no hay otra vida. Que, como canta Robe Iniesta, quieren un trocito de cielo lleno de pelos. Que todo es ahora y todo está permitido.
Está el asunto de la conciencia, claro, mas no me extraña que en el mercado encontremos pronto ciertas pastillas, sobres o jarabes de fresa (con prescripción médica, por supuesto) que nos libren de la engorrosa conciencia, de esos absurdos remordimientos que pueden impedirnos, llegado el momento, seccionar la garganta al panoli que nos roba el sueño.
Sin embargo, en este descreído principio de siglo, la otra vida, el paraíso, el más allá o como quiera llamársele, aparece desdibujado, velado para la inmensa mayoría de nosotros... si es que aparece de alguna manera. Esta pérdida de valores no es nueva, me dirán. Ya Nietzsche alertaba, hace un siglo, del riesgo de caer en el nihilismo; y Dostoyevski, unos años antes, retrataba espléndidamente a un nihilista en Los hermanos Karamazov o Los poseídos. Lo novedoso en este nuevo siglo es que ya no son unos pocos (aquellos que tenían el pan y algo más garantizado y, por ello, podían disertar de lo divino y lo humano) quienes han caído en este vacío. Ahora el ocio cotiza en bolsa, y hombres y mujeres sacan tiempo de donde sea para hacer footing, recoger setas, escribir sus memorias o quemar el monte; entonces no sorprende que intentemos conocernos : saber (si la hay) nuestra finalidad.
La religión convenció a muchos de nuestros padres y abuelos (otros quisieron un paraíso en la tierra y los demonizaron o, simplemente, los asesinaron). El cristianismo, por ejemplo, les regaló las bienaventuranzas: ese paraíso para los pobres, los humildes, los justos y buenos, y, quien las aceptó, quizá mirara al explotador, al amo, calculando lo difícil que lo debe de tener un camello para pasar por el ojo de una aguja. ¿Por qué no creer en la religión (cualquiera) en un dios o cien mil dioses si personas tan sabias como Sócrates, San Agustín o Platón lo hicieron?
Pero también quienes recordando las miles de muertes sin sentido (no utilizaremos el inocentes) piense con razón que no hay otra vida. Que, como canta Robe Iniesta, quieren un trocito de cielo lleno de pelos. Que todo es ahora y todo está permitido.
Está el asunto de la conciencia, claro, mas no me extraña que en el mercado encontremos pronto ciertas pastillas, sobres o jarabes de fresa (con prescripción médica, por supuesto) que nos libren de la engorrosa conciencia, de esos absurdos remordimientos que pueden impedirnos, llegado el momento, seccionar la garganta al panoli que nos roba el sueño.
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