A las puertas de un supermercado caravaqueño (foto E. Soler) |
Dado que no celebramos el Benei
Mitzvá como los judíos, el rito que marca nuestro paso de la niñez a la madurez
suele consistir en una ingesta masiva de alcohol, generalmente en las fiestas
patronales.
Ver a los jóvenes en un Bando de la
Huerta, a los viejos nos hace exclamar: «en mis tiempos esto no
pasaba». Con los achaques de la edad y las lagunas en la memoria no puedo asegurarlo,
pero creo recordar que, sábado sí y sábado también, tratábamos de batir nuestro
propio récord de litronas en lo que era la Peña Catalana
y después continuábamos en el Puente Uribe con güisquis marca Royal Swan o
Cuervo Viejo. Tal vez fuera viernes cerveza y sábado güisqui: la edad, saben,
concentra los recuerdos.
La juventud y su querencia a «lo
ilegal, lo inmoral y lo que engorda».
La responsabilidad del consumo
desaforado en primer lugar debe recaer en los padres. Pero pasar un sábado a la
tarde por la puerta de un supermercado caravaqueño (dos: los menos céntricos)
es encontrarse con decenas de adolescentes comprando tanta priva que parece
quieren embarcarse en el Arca de Noé; y me surge la duda: ¿esos negocios no
deberían ser sancionados? ¿No tienen esa obligación las autoridades municipales
y la Policía Local?
¿A cuántos se ha multado hasta la fecha? Las charlas en los institutos sobre
los riesgos del alcohol pueden resultar instructivas; las jeremiadas desde el
púlpito de la Iglesia
tipo «la juventud busca su perdición con tanto vicio» tendrán su público, no lo
dudo. Pero en última instancia (y como ha hecho la Policía de
Bullas con dos locales), se debe multar a los bares y comercios que
vendan a menores. Hasta mil doscientos euros si la infracción es leve y de mil
doscientos hasta doce mil cuando se considera grave.
Resulta más que raro que aparcar
en zona azul se convierta casi en delito de lesa majestad y las manadas de
adolescentes en la puerta del supermercado parte del paisaje urbano.
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