Probablemente en ninguna película
antes de Testigo de cargo se rogara a los espectadores que no contaran el final
(ahora resultaría imposible: pocos meses después del estreno de El sexto
sentido ya se hacían bromas sobre su conclusión; o un crítico televisivo en
España destripaba la última secuencia de la cuarta temporada de Dexter Morgan
pocas horas después de que la televisaran en Estados Unidos).
Para los otros actores
protagonistas se barajaron varios nombres: Wilder quería a Marlene Dietrich, la
productora a Ava Gardner; se habló también de Grace Kelly… y para el personaje
masculino Kirk Douglas (¡hasta Roger Moore a sugerencia de Joshua Logan!).
Finalmente contó con un Tyrone Power en el último tramo de su carrera (ya no
era el galán de antaño) y con su amiga Marlen Dietrich (de las pocas con una
lengua igual o más afilada que la de Wilder: la esposa del cineasta y la actriz
se odiaban) quien, tras Testigo de cargo, solo mostraría su inmensa categoría
en Sed de mal y Vencedores y vencidos.
La reconstrucción que del Old
Bailey de Londres (Tribunal de lo criminal) y del colegio de abogados que
realizan Alex y Lina Trauner, los diseñadores, son una obra maestra (a la
altura de las oficinas que los Trauner construyen para El Apartamento); los diálogos (de Wilder y Harry Kurnitz, al
parecer Diamond no estaba disponible) de altura: el hecho de que Laughton
acepte el caso porque Power y su otro abogado llevan uno un par de puro y el
otro un encendedor… simplemente brillante. El tabaco y Wilder (recordar
Perdición) darían para un artículo completo.
En cuanto a La tentación vive
arriba: cuántas escenas tan imitadas como el vestido del metro de Marylin (el
vestido fue subastado este verano y alcanzó un récord de 4’6 millones de
dólares); cuántos niños no descubrimos por primera qué era un “Rodríguez” y la
inevitable frustración sexual de la mediana edad con ese personaje que
interpreta Tom Ewell.
El parto de esta película resultó
difícil: la obra de teatro de George Axelrod (coguionista) resultó un éxito, Hollywood Reporter la tildó de «fin de
semana de lujuria», pero el adulterio en la original continuaba siendo tabú en
una comedia Hollywood (hablamos del año 55, aunque Wilder ya negociaba su
compra en el 53) por lo que fueron necesarios cambios importantes. También
existían dudas sobre si Tom Ewell daría el tipo con la rubia platino (con
permiso de Jean Harlow) y si Marilyn no acabaría con los nervios de Wilder:
«Cuando la película estaba terminada te olvidabas de tus problemas con ella. No
se trataba de que fuera mezquina. Sencillamente carecía de sentido del tiempo y
no era consciente de que trescientas personas habían estado esperándola durante
horas. Sin embargo, sí poseía un gran sentido rítmico natural. A veces era
capaz de decir tres páginas de texto sin cometer un error. En otras ocasiones
sí tenía auténticos bloqueos mentales». Y en otro momento: «No me di cuenta de
lo caótica que era hasta que miré en la parte trasera de su coche […] Había
blusas tiradas, y pantalones, vestidos, fajas, zapatos viejos, billetes de
avión usados, y, por lo que sé, hasta antiguos amantes»,
En las comedias de los años 50
Wilder muestra lo bien que se ha adaptado a Estados Unidos por la manera como
se introduce en la mentalidad vulgar y consumista del norteamericano medio
(quizá no tan diferente a la República
Weimar). A diferencia de las comedias que escribe para su
maestro Lubitsch (Ninotchka) o Leisen
(Medianoche), no vive anclado en un
pasado de refugiados europeos y norteamericanos ricos… Bésame tonto, En bandeja
de plata, Qué ocurrió entre mi padre y tu madre lo convierten en el más
norteamericano de los directores europeos…
Una comedia, una de misterio… no
se puede pedir más para despedirnos de Billy Wilder, de Dios, como lo llamó
(con más datos empíricos con los cristianos y Jesús o los musulmanes y Alá)
Fernando Trueba.
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