Cuando el Partido Popular sustituyó a Ricardo Costa en la Secretaría valenciana, lo primero y lo único que supimos del nueve secretario César Augusto Asencio fueron unas declaraciones sobre el Holocausto. A su juicio la reivindicación de éste tenía tres propósitos: criminalizar el nacionalsocialismo, seguir cobrando indemnizaciones y un tercero que no tiene desperdicio, por lo que lo transcribimos: “Darnos la impresión de que en el pasado han sido unas víctimas encubriendo el presente en el que son verdugos y están haciendo a los palestinos lo mismo que dicen que les hicieron a ellos”. Es importante saber que estas palabras las escribió en 1979, hace la friolera de treinta años. Y nada sabemos de sus creencias actuales.
Pero volvamos al presente: según el Centro de Investigaciones Pew, el antisemitismo y la islamofobia han crecido en Europa en los últimos cuatro años. En el caso de España, por ejemplo, en 2005, el 21 por ciento de los consultados respondieron que tenían opiniones desfavorables hacia los judíos, pero esa proporción se elevó al 46 por ciento en 2008.
El aumento del antisemitismo uno lo achacaría al problema Palestino si no fuera porque este tipo de racismo biológico moderno vive entre los europeos por lo menos desde las últimas décadas del siglo XIX. Antes de la I Guerra Mundial se crean los tres grandes argumentos que criminalizan a los judíos y que harán inevitable su huída a Palestina: desde la izquierda se les acusa de controlar las finanzas internacionales; desde la derecha se les ve como peligrosos revolucionarios (este segundo argumento tiene su parte de verdad: en el año 1905 un 37 por ciento de los presos políticos deportados a Siberia son judíos cuando apenas representan un 4 de la población total rusa. Y, por último, un tercer argumento que trasciende de izquierda a derecha, e incluso las engloba. Los llamados Protocolos de los Sabios de Sión: una supuesta conspiración judía, masónica y comunista para conquistar el mundo.
En España tiene más fuerza el llamado antisemitismo de izquierdas y otro propalestino, que se confunden: resulta muy fácil achacar todo el problema a la coalición judeoamericana y condenar el sionismo, sin saber demasiado qué significa sionismo, igualándolo al nazismo o al comunismo. Sionismo se pronuncia por primera vez en 1892 en Viena, y podría traducirse como nacionalismo judío, nada tan diferente del nacionalismo español, vasco o francés.
El problema es que el nacionalismo judío reivindica como suya Palestina, una tierra que ya tiene dueño.
Sin embargo, y pensemos lo que pensemos sobre Palestina e Israel, es un error confundir Israel con los judíos.
Pongamos un ejemplo fácil: Woody Allen. Nadie se lo imagina en un kibbutz, es decir, una comunidad agrícola, con una azada en una mano, un kalashnikov en otra y una Biblia entre los dientes. Sabemos que es judío por los chistes que hace a su costa. Nada más. En último término hay que pensar que los judíos han sido y son una parte fundamental de Europa y España, que por nuestra intolerancia o, mejor, racismo asesino se vieron obligados a marcharse. Emigrar o morir, podría haber sido su lema. Pero judíos y europeos son las tres personas que, para mal o para bien, más han marcado la modernidad: a saber, Marx, Freud y Einstein. Y el siglo XX no tendría sentido sin los escritores Kafka y Primo Levi o los cineastas Lubitsch y Wilder. Y qué decir de España, Sefarad para los judíos, que fue amputada de algunas de sus partes más brillantes con la doble expulsión primero de los judíos en 1492 y después de los moriscos en 1609, hace ahora cuatrocientos años.
Porque con estos últimos, los moriscos, terminamos. Si algo nos dice la encuesta citada al principio es que en Europa sólo aumenta más que el antisemitismo la islamofobia: casi un 50 por ciento de la población española, alemana y polaca son contrarias al Islam.
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