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Repetíamos como una letanía "te vas a quedar en el camino" o "me voy a quedar en el camino". Lo repetíamos casi con placer, paladeando la frase hecha, como si fuera divertido no tan solo pronunciarla, sino "quedarse en el camino".
Pero bromeábamos, de igual manera que si fuéramos pandilleros lo hubiéramos hecho con the first of the gang to die.
Dieciséis, diecisiete años y tenía gracia, creo que ni el más perdido podría imaginarse "en el camino". Un par de años más tarde y ya la broma parecía demasiado real: un amigo se miraba, nos miraba, en una foto en un concierto (yo todavía el acné que me duró pasada la adolescencia) y, señalándose, afirmaba "esta fue la noche en que me quedé en el camino". Con seguridad, no se cachondeaba ya, o lo hacia, pero se trataba de una broma sangrante.
¿Cuánto tiempo desde entonces? ¿Trece años, catorce? Nos bebíamos la juventud a tragos, como canta Kokoshca.
Nadie soñaba con convertirse en empresario, ni tan siquiera pasar de los treinta (alguno sí, yo no esperaba durar tanto): todo lo más, por lo menos yo, atisbar brevemente en otros ojos la misma mirada rara que se encuentra en los míos: reconocer mi locura en su locura.
Casi todos sobrevivimos, lo que ya de por sí es una derrota..., y esta montaña rusa de emociones que un día me transforma en adolescente enamorado y otro en una sucesión de molestias en las articulaciones me lleva a los tiempos cuando bromeábamos con "quedarnos en el camino" y hasta pensar lo feliz de quedarse en él: en cualquier recoveco, sin atajos por donde escapar: solo en el camino solo, a la intemperie.
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