La anécdota resulta jugosa,
aunque increíble de referirse a España: los presidentes de Francia entregan a
la prensa su lista de lecturas veraniegas, con la particularidad de que un
francés (y menos un presidente) no lee, relee.
Extraña imaginarse a Chirac bermudeando en la playa con los tomos de
Memorias de Ultratumba descansando en
la barriga. Pero en un político ibérico esa extrañeza se transforma en escepticismo.
¿Qué autores lee Rajoy? Ni
idea.Cualquier español conoce su equipo de fútbol, y el del anterior presidente,
y así.
¿Qué duro trabajo el de los
asesores de los políticos, regionales y nacionales (obviemos los locales: nadie
va a leer a José María Zavala porque lo recomiende el concejal de turno y
oficio) para el día 23 y la pregunta obligada?
«Mi representada ha comenzado lo
último de Eduardo Mendoza» o «lo nuevo de María Dueñas lo tiene enganchado...
espera, que todavía no ha sacado libro. Quería decir lo nuevo de Mario
Vaquerizo. ¿Podemos volver a grabar?».
Con los torpes asesores de Julia
Louis-Dreyfus en la serie Veep, en una nota de
prensa se reconocería que las lecturas de nuestros políticos varían entre el
catálogo de Ikea y el manual de la autoescuela.
¿Qué esperar de una nación, cuyas
clases ociosas —los políticos— no leen y consideran un desprecio —hacia ellos—
que otros lo hagan? Que regresen los chiringuitos a las playas.
No es de hoy por más que el
Partido Popular se haya marcado como objetivo principal hacer realidad el grito
de Millán Astray «Muera la
inteligencia». Hojeo en periódicos amarillentos las páginas de
política y sociedad y las jetas no cambian: aquí solo progresa quienes comparten
farla, gomina y burdel levantino.
Me carcajeo entonces cuando leo
un programa electoral reciente donde el partido que gobierna promete que la
industria cultural española suponga el 10% de nuestro Producto Interior Bruto.
Mario Vaquerizo en Sant Jordi
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